Abrió la cajita. Dentro, un anillo sencillo, elegante, brillaba bajo la luz del salón.
—Eres la persona más fuerte y más generosa que conozco —continuó—. Has criado a Dorita casi sola, le has enseñado a ser valiente, a amar, incluso cuando estabas luchando por tu vida. Y aun así, fuiste capaz de perdonarme.
Le temblaba un poco la mano al sostener el anillo.
—Quiero pasar el resto de mi vida contigo —dijo—. Como pareja, como marido, como padre de nuestra hija. Natalia, ¿quieres casarte conmigo?
Las lágrimas corrían libres por las mejillas de ella.
—Sí —susurró—. Sí, claro que sí.
Dorita empezó a aplaudir y a bailar alrededor de la mesa.
—¡Nos vamos a casar! ¡Nos vamos a casar! —cantaba—. ¡Seremos una familia de verdad!
Javier le puso el anillo a Natalia. Le temblaban los dedos, pero acertó. Después la abrazó, la besó en la frente, en las manos, en la boca, mientras Dorita los rodeaba a ambos con sus brazos pequeños.
A veces, la felicidad cabe en un salón con juguetes por el suelo y olor a comida.
eis meses después, en un día de junio luminoso, se casaron en una pequeña ceremonia en una terraza con vistas a la ciudad y al cielo abierto.
No hubo grandes lujos, ni prensa, ni invitados famosos. Solo la familia más cercana, algunos amigos verdaderos, el doctor Herrera, y unos pocos compañeros de trabajo que habían visto el cambio de Javier con sus propios ojos.
Dorita fue la protagonista, por supuesto. Era la niña de las flores, con un vestido del color de sus ojos y una corona de pequeñas flores blancas en el pelo. Caminó delante de su madre esparciendo pétalos, muy concentrada en hacerlo bien.
El doctor Herrera ofició la ceremonia.
—Hoy no solo celebramos un matrimonio —dijo—. Celebramos la verdad que salió a la luz después de muchos años, la segunda oportunidad que la vida les ha dado, y el valor de una niña que no tuvo miedo de tocar la puerta de un hombre muy importante y recordarle qué era realmente importante.
Durante los votos, Javier miró primero a Natalia, luego a Dorita.
—Natalia —dijo—, prometo ser tu compañero, respetarte, escucharte, cuidarte en la salud y en la enfermedad, y no volver a dejar que las dudas ni las mentiras se interpongan entre nosotros. Prometo elegirte cada día, incluso en los días difíciles.
Se volvió hacia su hija.
—Dorita, prometo ser tu padre, no solo con la sangre, sino con hechos. Estar en tus cumpleaños, en tus exámenes, en tus miedos y en tus alegrías. Prometo defenderte, abrazarte y recordarte siempre lo valiente que fuiste el día que llegaste a mi oficina con una carta arrugada en la mano.
Natalia también habló, con la voz temblorosa.
—Javier —dijo—, hace ocho años el miedo y las mentiras nos separaron. Hoy el amor y la verdad nos vuelven a juntar. Prometo confiar en ti, contarte la verdad incluso cuando sea difícil, y no guardar las cosas en cartas, sino en conversaciones. Prometo seguir luchando por nuestra familia, como he luchado por mi vida.
Luego miró a Dorita.
—Hija —dijo—, tú fuiste nuestro puente. Prometo seguir siendo tu refugio, tu casa, tu madre. Y prometo no olvidarme nunca de que, si hoy estoy aquí, es también gracias a ti.
Dorita, que no se quería quedar atrás, sacó un papelito doblado.
—Yo también he escrito algo —anunció.
Todos rieron con ternura.
—Mamá, papá —leyó con cuidado—, estoy muy feliz de que se casen. Siempre quise tener un papá que me quisiera y ayudar a mamá. Gracias por no rendirse. Yo prometo portarme… casi siempre bien —levantó los ojos y sonrió—, hacer los deberes y recordarles que nos queremos mucho cuando se olviden.
Hubo risas y lágrimas al mismo tiempo.
Cuando los declararon marido y mujer, el aplauso fue sincero, cálido, de gente que había visto de cerca lo que habían sufrido.
El tiempo siguió pasando.
Susana tuvo que responder ante la justicia. Las sentencias no salieron en los periódicos, pero ella entendió muy bien lo que significaba manipular pruebas médicas y sabotear la vida de otras personas.
Javier cerró ese capítulo sin odio, pero con firmeza. No quería vivir anclado en el rencor. Tenía cosas mejores a las que dedicar su energía.
Natalia siguió con sus revisiones periódicas. Cada vez que salía una prueba limpia, respiraban un poco más tranquilos. El miedo nunca desaparece del todo, pero ya no dominaba sus días.
Dorita creció en una casa donde se hablaba claro, se pedía perdón y se celebraban las pequeñas cosas: una analítica buena, una nota alta en el colegio, una tarde de lluvia viendo películas en el sofá.
En la habitación de la niña, en una pared junto a la cama, colgaba un marco sencillo.
Dentro, cuidadosamente alisada, estaba la carta original de Natalia. Esa hoja de papel gastado que lo había cambiado todo.
Debajo, Dorita había pegado un papelito donde había escrito con su caligrafía infantil:
«La carta que me trajo a mi papá.»
Una noche, mientras se preparaban para dormir, Dorita se sentó entre sus padres en el sofá.
—Mamá, papá —dijo con su seriedad habitual—, he estado pensando.
—Eso siempre da un poco de miedo —bromeó Javier, haciéndole cosquillas.
Ella se rió y luego se puso seria otra vez.
—Me alegro de haber tenido miedo aquel día que fui a vuestra empresa, papá —dijo—. Estaba muy asustada, pero mamá decía que ser valiente es hacer lo correcto aunque tengas miedo. Si no hubiera ido, a lo mejor no estaríamos aquí.
Natalia le acarició el pelo.
—Tienes razón, hija —dijo—. Sin tu valor, quizá nunca habríamos tenido esta segunda oportunidad.
Javier la miró con ternura.
—A veces —añadió— las cosas más importantes del mundo caben en un sobre arrugado y en unas manos pequeñas. Y nos las trae alguien que ni siquiera sabe lo grande que es lo que está haciendo.
—¿Crees que yo soy grande? —preguntó Dorita, riendo.
—Creo que eres gigante —respondió él.
La abrazaron los dos a la vez, formando ese pequeño círculo que ya no se rompería.
Años después, cuando la vida les pusiera nuevos retos, cuando Dorita fuera más mayor y se olvidara por un momento de lo valiente que era, siempre habría dos cosas en esa casa para recordárselo:
La carta en la pared.
Y la historia que sus padres le contarían una y otra vez:
La historia de una niña que cruzó una ciudad con un sobre en la mano y cambió para siempre el destino de tres vidas.
Porque, al final, todo había empezado con una frase sencilla:
«¿Puede leer esta carta, por favor? Es muy importante.»
Y esa frase, escrita con tinta temblorosa y llevada por unas piernas pequeñas pero decididas, había demostrado algo que ni pruebas, ni mentiras, ni años podían borrar:
Que el amor, cuando es de verdad, encuentra la manera de volver a casa.
