Agitó la mano con desprecio.
“¡Bah! Era una broma. Siempre tan exagerada. Nunca tuviste sentido del humor.”
Ella lo observó en silencio, recordando las palabras de los oficiales: “Si sospechas que él habló, puedes intentar silenciarla”.
Esa tarde, al atardecer, varias camionetas negras se estacionaron en la calle. Ricardo fue el primero en notarlas.
“¿Qué demonios…?”
Un golpe atronador resonó en la puerta.
“¡Fiscalía!” ¡Abran la puerta!
Ricardo se volvió hacia Dolores con los ojos llenos de furia.
“¿Qué hiciste?”
Dolores le sostuvo la mirada. Por primera vez en cuarenta y tres años, no tembló.
«Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.»
La puerta se abrió de golpe. Entraron agentes, lo esposaron y le leyeron sus derechos. Ricardo gritó, maldijo, amenazó… pero Dolores se mantuvo firme, con las manos entrelazadas y el corazón latiendo con una sensación de libertad.
Los vecinos se asomaban a las ventanas, murmurando. El hombre que controlaba cada rincón de su vida ahora era un prisionero.
Esa noche, la casa estaba en silencio. Pero por primera vez en décadas, el silencio no sofocó a Dolores. Era un silencio de alivio, de comienzo.
Las humillaciones, las risas crueles, los años de dolor aún lo marcaban como cicatrices. Pero ya no lo definían. Los agentes le habían prometido protección, un nuevo comienzo. E incluso antes de papeleo y papeleo, Dolores supo que había recuperado lo que Ricardo le había robado tanto tiempo: su propia voz .