Una chica muy delgada y sin hogar estaba siendo escoltada hacia la salida de una lujosa gala benéfica por dos guardias de seguridad. Miró el piano y gritó: «¿Puedo tocar el piano a cambio de un plato de comida?». El invitado de honor, el legendario pianista Lawrence Carter, dio un paso al frente, apartó a los guardias y dijo: «Déjenla tocar». Lo que ocurrió después dejó el salón en absoluto silencio.

La niña negó con la cabeza, aferrándose a su cuello.

—No —susurró—. Vine porque sabía que usted iba a estar aquí. Vi su nombre en la lista de invitados, en una página del cibercafé de la biblioteca. Tenía que hacer que escuchara su canción. Tenía que asegurarme de que alguien supiera la verdad.

Su voz titubeó, pero terminó la frase.

—Fue la última promesa que le hice a mamá.

Lawrence la apretó aún más fuerte. Padre e hija, por fin juntos, mientras las cámaras lanzaban destellos y los murmullos corrían por todo el salón como mareas.

La gala “Oportunidades para la Juventud” había cumplido su objetivo de la forma más irónica posible. Esa niña no necesitaba una beca ni un cheque simbólico, ni una foto para el boletín.

Había encontrado a su padre.

Y entre los dos, en medio de un salón que había sido testigo de la mentira y la hipocresía por años, acababan de recuperar la verdad y el legado robado de Elena Ruiz: una nana que nadie volvería a olvidar.

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