Una chica muy delgada y sin hogar estaba siendo escoltada hacia la salida de una lujosa gala benéfica por dos guardias de seguridad. Miró el piano y gritó: «¿Puedo tocar el piano a cambio de un plato de comida?». El invitado de honor, el legendario pianista Lawrence Carter, dio un paso al frente, apartó a los guardias y dijo: «Déjenla tocar». Lo que ocurrió después dejó el salón en absoluto silencio.

Ella no lo miró. Sus ojos estaban clavados en otra persona.

Se adelantó hasta el borde del escenario, señaló con el dedo tembloroso hacia la reina del evento y gritó:

—¡Señora Davenport! ¿La reconoce?

Eleanor parpadeó, tratando de recomponer su máscara.

—No tengo idea de qué hablas —balbuceó—. Es… una melodía simpática para ser de una niña de la calle.

—¡ES LA NANA DE ELENA! —rugió la niña, y su voz quebrada retumbó por todo el salón.

Las lágrimas le surcaban la cara sucia.

—La última canción que escribió mi mamá, Elena Ruiz —escupió—. La que encontró en su escritorio. La que se robó, justo después de despedirla, de sacarnos del departamento que usted nos rentaba y dejarnos en la calle con nada.

El salón estalló en gritos, flashes, periodistas empujando sillas para acercarse. El escándalo del año acababa de nacer frente a todos.

—¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! —chilló Eleanor, perdiendo toda elegancia—. ¡Saquen a esa niña de aquí! Su madre era una don nadie, una fracasada a la que yo ayudé por caridad. ¡Siempre estuvo celosa de mi talento!

—¡ESTÁ EQUIVOCADA!

 

 

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