—No tenías por qué hacer esto —espetó, avanzando hacia ella.
Pero en ese mismo instante, se escuchó un golpe de puertas abajo. Voces. Pasos rápidos subiendo la escalera. Mariela sintió un alivio repentino y casi se desplomó.
Rubén lo entendió de inmediato.
Intentó correr hacia la ventana, pero dos agentes irrumpieron en la habitación antes de que diera dos pasos. Uno lo sujetó por los brazos mientras el otro lo esposaba. El hombre gritó insultos, acusó a Mariela de mentir, incluso intentó convencer a la joven de que lo defendiera. Pero ella no dijo una sola palabra.
Solo lloró.
Cuando se lo llevaron, la habitación quedó en un silencio que parecía restituir el aire.
Una agente femenina se arrodilló frente a la joven.
—Estás a salvo —le dijo con suavidad—. Ya pasó.
La chica tardó varios segundos en hablar, pero finalmente murmuró su nombre: Lucía. No era la hija de Rubén. Él era su padrastro y habían huido de su ciudad después de que la madre de Lucía intentara denunciarlo por violencia doméstica. Rubén se la había llevado sin permiso, manteniéndola aislada en hostales baratos, lejos de cualquier persona que pudiera intervenir.
Hasta que Mariela miró por esa ventana.
Esa misma noche, los servicios de protección acudieron al hostal. Lucía fue trasladada a un refugio seguro y, gracias al testimonio de Mariela y otros antecedentes, Rubén quedó detenido a la espera de juicio.
Días después, Mariela recibió una carta escrita con letra temblorosa.
“Gracias por no mirar hacia otro lado.”
Mariela la guardó en el bolsillo de su delantal, con la certeza de que, aunque el trabajo en un hostal podía mostrarle las partes más oscuras de la vida, también le permitía encender una luz cuando más se necesitaba.
Y aquella luz había salvado una vida.
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