Tomó el teléfono para llamar, pero lo dejó antes de marcar. Algo le decía que debía observar un poco más, reunir valor y, si era necesario, intervenir por su cuenta antes de que fuera demasiado tarde. Su pecho se llenó de una mezcla de rabia e impotencia; sentirse espectadora de un abuso la hacía hervir por dentro.
Cuando el reloj marcó las once y media, decidió subir de nuevo. Caminó por el pasillo con paso firme, aunque su estómago estuviera hecho un nudo. Al pasar frente a la 207, escuchó pasos y un ruido metálico, como si Rubén estuviera cerrando con seguro algo más que la puerta principal. Mariela tragó saliva. Algo en ese sonido —seco, mecánico, demasiado fuerte— la inquietó.
Esperó a que el pasillo quedara en silencio. Luego, con el corazón latiendo acelerado, volvió a asomarse a la ventana lateral del baño. Esta vez la cortina estaba tirada a medias. A través del espacio, vio a Rubén sentado, bebiendo de una botella, mientras la chica permanecía rígida, inmóvil, en una esquina de la habitación. Era como si intentara ocupar el menor espacio posible. Rubén murmuraba algo que Mariela no alcanzó a oír, pero su expresión era claramente amenazante.
Mariela decidió que no podía esperar más.
Bajó rápidamente a la recepción y buscó el número de la policía local. Esta vez no dudó. Explicó lo que había visto, insistió en que temía por la integridad de la menor y pidió que enviaran una patrulla. El operador le advirtió que enviarían agentes, pero que necesitarían verificar antes de intervenir.
Mientras esperaba, no podía quedarse quieta. Subió de nuevo al segundo piso, fingiendo revisar habitaciones, pero realmente esperando escuchar cualquier señal
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