Un simple malentendido en el jardín de infancia asustó a mi hijo, haciéndole creer que lo había olvidado, y la mirada en sus ojos me obligó a replantearme mis prioridades, mi equilibrio entre el trabajo y la vida personal, y lo que realmente significa ser un padre presente en los momentos más importantes.
Presencia.
No el tipo de promesa que haces para el futuro, no el tipo de promesa que tienes intención de ofrecer “cuando las cosas se calmen”, sino el tipo de promesa que eliges en el momento presente, incluso cuando todo lo demás compite por tu atención.
Sé que no seré perfecto. Sé que el trabajo seguirá exigiendo tiempo, que la vida seguirá siendo complicada, que seguiré cometiendo errores. Pero también sé que la paternidad no se mide en perfección, sino en presencia. En esfuerzo. En elegir estar presente una y otra vez, incluso después de haber fallado.
El día en que un simple malentendido en el jardín de infancia hizo temer a mi hijo que lo había olvidado fue el día en que aprendí lo profundamente importante que era mi presencia, mucho más que largas jornadas laborales, tareas terminadas o sueldos más altos.
Y cuando lo arropo ahora, cuando me abraza y dice: “Papá, viniste”, no solo escucho sus palabras.
Escucho el recordatorio que hay detrás de ellos:
Los niños no necesitan que seamos perfectos.
Necesitan que estemos ahí.
Y eso es algo que llevaré conmigo el resto de mi vida.