Un pobre padre viudo abre las puertas de su casa a dos hermanas gemelas perdidas en una noche lluviosa, sin darse cuenta de que las niñas pertenecen a una de las familias más ricas del estado.

Charles insistió en que Daniel y Leo lo acompañaran a su finca para poder expresarles su gratitud. Daniel intentó negarse, avergonzado por su abrigo desgastado y sus zapatos desgastados, pero Charles no lo escuchó.

Pronto, Daniel se encontró frente a una mansión que parecía irreal: columnas imponentes, escalones de piedra brillantes y jardines interminables que aún brillaban con la lluvia de la noche anterior.

Durante un desayuno servido por el personal de la casa, Emma y Lily contaron cómo Daniel las había acogido cuando todos los demás las habían rechazado. Charles escuchó en silencio, con el rostro suavizado.

«La mayoría de la gente», dijo finalmente, «habría cerrado la puerta o llamado a las autoridades para que se ocuparan del asunto. Tú ofreciste calidez».

Daniel se movió torpemente.
“Solo hice lo que cualquiera debería hacer”.
Charles negó con la cabeza.
“No. No todos lo harían”.

El resto de la mañana transcurrió como un sueño olvidado. Leo jugaba en el jardín con Emma y Lily, riendo como Daniel no lo había oído en mucho tiempo. Daniel bebió un café más intenso que cualquier otro que hubiera probado y, por primera vez en años, se sintió en paz.

Antes de irse, Charles le hizo una oferta que Daniel no pudo comprender del todo.

“Mencionaste que trabajas en varios empleos”, dijo.

Tengo una nueva promoción inmobiliaria que necesita un administrador. El sueldo es fijo. Incluye la vivienda. Considérelo un agradecimiento.

Daniel lo miró sorprendido.
“No sé qué decir”.
Charles sonrió con cariño.
“Solo di que sí. Ayudaste a mis hijas cuando necesitaban a alguien. Déjame ayudarte”.

 

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