La misma piel morena y radiante. Los mismos pómulos altos. Los mismos hoyuelos.
Sus hoyuelos.
Hoyuelos que sólo había compartido con una mujer.
La mujer que había desaparecido de su vida.
Hace seis años.
Su divorcio había sido abrupto, ruidoso y público. Darius se había dejado llevar por la emoción del éxito tras cerrar un importante acuerdo de inversión. Nia anhelaba paz: jardines, fines de semana tranquilos, una vida que no estuviera siempre acelerada. Discutían constantemente: por el tiempo, por el dinero, por el futuro que nunca pudieron construir. Sobre todo por los hijos que nunca tuvieron.
Las últimas palabras que le había dicho resonaban incluso ahora:
«No me ves, Darius. Solo ves lo que quieres construir.»
Luego ella se fue.
Sin reenvío de llamadas. Sin llamadas. Solo silencio.
Y la dejó ir.
Ahora
Dentro del café, los niños estaban ocupados escribiendo en servilletas con crayones. Nia se inclinó sobre la pequeña —su hija— y con cuidado le colocó un crayón detrás de la oreja. Darius sintió una punzada en el pecho. La niña era la viva imagen de Nia a esa edad. Lo sabía, porque una vez había atesorado cada foto, cada recuerdo, cada palabra que ella había compartido.
Entró. Una pequeña campana sobre la puerta sonó suavemente.
En el instante en que Nia lo vio, el color desapareció de su rostro.
—Darius —susurró.
Su voz lo golpeó como una ola. Los niños dejaron de dibujar. La niña entrecerró los ojos: desconfiada, protectora, valiente. El mayor ladeó la cabeza, como si intentara identificar el rostro que se parecía al suyo.
—No esperaba verte aquí —dijo Nia poniéndose de pie.
—No esperaba encontrar esto —respondió Darius—. Trillizos. Y… tú.
Ella no parpadeó.
“No los estaba escondiendo”.
—¿No? —Se le quebró la voz—. ¿Y entonces cómo se llama desaparecer seis años con mis hijos?
El café quedó en silencio a su alrededor. Nia lo condujo hacia una mesa auxiliar, con una mirada feroz pero serena.