Las primeras horas fueron brutales. La gente lo reconocía: “ese ladrón”. Algunos susurraban a sus espaldas, otros no se molestaban en disimular sus miradas. Mientras Ethan reponía estantes y fregaba pisos pegajosos, podía sentir cómo lo juzgaban ardiendo. La sonrisa arrogante había desaparecido. Tenía las manos en carne viva, la espalda dolorida y el tiempo se le hacía eterno.
Las sesiones de rendición de cuentas fueron aún más duras. Una semana, una madre soltera describió entre lágrimas cómo unos ladrones casi habían arruinado su pequeña tienda, costándole miles de dólares. Otra semana, un veterano jubilado compartió cómo los robos constantes en su farmacia lo obligaron a subir los precios, perjudicando a los ancianos de su comunidad. Ethan escuchaba en silencio, su habitual inquietud disminuyendo con cada historia. Poco a poco, el chico que una vez sonreía con suficiencia frente a un juez comenzó a sentir algo desconocido: vergüenza.
Para la tercera semana, su rebeldía se había desvanecido. Todavía llevaba su sudadera con capucha, pero su actitud había cambiado. Ya no se encorvaba ni ponía los ojos en blanco; ahora se movía con concentración. El Sr. Patel se dio cuenta. Una tarde, mientras Ethan ordenaba cuidadosamente las cajas de cereales, Patel se le acercó en silencio.
“Estás aprendiendo”, dijo.
Ethan no respondió, pero siguió trabajando.
El punto de inflexión llegó un viernes tranquilo, incluso