Todos se negaron a practicarle RCP a un hombre sin hogar y sin brazos. Intervine y al día siguiente un Mercedes rojo me esperaba en mi puerta.

Señor —dije bajando la voz—. Soy policía. Me llamo Elena, y todo irá bien.

Él no respondió, pero sus labios se separaron ligeramente y dejó escapar un suspiro.

"Que alguien llame al 911", grité a la multitud.

Me acerqué a su cuello y le tomé el pulso. Era débil, pero estaba ahí. Cuando le incliné la cabeza con suavidad, abrió los ojos solo un instante. Lo suficiente para que me viera. Lo suficiente para que mi insignia reflejara la luz.

—Quédate conmigo —dije, agarrándole la mandíbula—. No me dejes ahora. La ayuda está en camino.

Intentó hablar, pero no salió nada.

Empecé las compresiones torácicas. Conté en voz baja, como lo había hecho cientos de veces antes, pero la sensación era diferente.

La grava había arañado la fina tela de mis pantalones. El sudor me corría por la espalda en ríos lentos y angustiosos.

No me detuve. No me dejé llevar por el pensamiento.

A lo lejos, oí el débil grito de una sirena, que se hacía más fuerte con cada latido.

Cuando por fin llegaron los paramédicos, retrocedí un paso; me dolían los brazos. Se hicieron cargo con silenciosa eficiencia, revisando sus signos vitales y subiéndolo a una camilla con la calma propia de un practicante.

 

 

 

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