TN-Pareja desaparece en las Barrancas del Cobre en 2012 — 11 años después, hallan un carro calcinado

Alguien involucrado directamente en los eventos estaba escribiendo poco a poco su versión de los hechos, no para asumir culpa, sino para intentar aliviar su propio peso. En Hermosillo, la madre de Mariana comenzó a visitar todas las tardes el banco de la plaza donde ella y José Manuel solían pasear antes de los viajes. Lleva un banquito plegable, se sienta a la sombra y se queda en silencio.

A veces cierra los ojos, a veces sostiene una de las fotos de su hija con una mano. Ya no busca justicia, busca presencia. Al mismo tiempo, el documental independiente producido por la hermana de Mariana fue finalizado. Se llama Lo que no se dice y tiene poco más de 40 minutos. Está compuesto por videos caseros, fragmentos de audios del viaje y escenas actuales de los lugares por donde pasó la pareja. Hay una secuencia en especial que conmueve a todos los que la ven.

Imágenes de los dos sonriendo en un mirador de madera, seguidas por un plano lento del sendero de la víbora, en silencio, con el sonido del viento y el ruido lejano de hojas siendo arrastradas. Al fondo, la narración de la hermana dice, “Se dijeron cosas, se ocultaron otras, pero lo que más dolió no fue lo que pasó, fue lo que nunca vamos a saber.

” El video circuló en grupos de desaparecidos, en foros sobre la violencia en la sierra y llegó a ser exhibido en un pequeño festival de derechos humanos en Culiacán. La crítica fue unánime, una denuncia en forma de memoria. En Huachochi, el investigador privado contratado por las familias regresó una última vez al sendero, no para buscar pruebas, sino para entender la geografía del silencio.

Llevó consigo el mapa que José Manuel había trazado antes del viaje, encontrado meses antes en un sobre antiguo guardado en la casa de la familia. Las anotaciones eran simples, hechas a lápiz. Una flecha indicaba la intención de bajar por un desvío alternativo con la frase posible ruta menos turística, checar condiciones. Era el sendero que terminó llevándolos a su muerte.

El investigador parado al borde del cañón solo murmuró: “No fue un accidente, fue un encuentro con algo que no perdona.” En el regreso dejó un cuaderno de anotaciones con la familia Espinoa. Dentro había fechas, transcripciones de relatos, hipótesis nunca confirmadas, pero lo que más llamó la atención fue la última frase escrita en la última página.

En este caso, el silencio no fue omisión, fue instinto de supervivencia. El tiempo pasó. En septiembre de 2024, la página en línea creada por el hermano de José Manuel se transformó en un archivo público digital donde otros familiares de desaparecidos comenzaron a enviar sus historias. La renombró como caminos que no regresan con un subtítulo que decía, “Porque a veces lo único que queda es contar.

” En la sierra Taraumara el viento sigue soplando de la misma manera. Los guías que aún recorren la zona evitan hablar de la pareja. Algunos turistas más curiosos preguntan por la vereda fantasma, pero los habitantes desvían la mirada porque en ese lugar demasiados nombres ya fueron enterrados sin cruz. Octubre de 2024.

El ciclo de las lluvias había comenzado antes en las montañas de Chihuahua. La vegetación en las laderas de la sierra Taraumara tomaba tonos verdes improbables, lavando momentáneamente el color de sangre y polvo de los meses anteriores. Pero el sendero de la víbora continuaba interditado, no por orden oficial, sino por acuerdo tácito entre los guías. Nadie quería regresar ahí.

La pequeña clareira donde se habían encontrado los fragmentos de José Manuel fue dejada como estaba. Sin placa, sin homenaje, solo las rocas apiladas de forma irregular. El mismo gesto rudo con el que alguien intentó ocultar su muerte, ahora mantenido como señal de respeto, como si tocar ese lugar fuera a despertar algo que debería permanecer dormido.

En la escuela donde Mariana enseñaba, los niños mayores comenzaron a preguntar por qué habían plantado un árbol con nombres grabados. La directora respondió con honestidad contenida. Porque hay personas que desaparecen, pero no se van. El silencio de los alumnos fue más elocuente que cualquier explicación. La madre de Mariana comenzó a escribir cartas a su hija, aunque sabía que nadie las leería.

A veces dejaba los papeles bajo la raíz del guamuchil plantado en el patio de la escuela. Otras los rompía antes de terminar. Una de las cartas que terminó siendo encontrada por casualidad por la directora decía: “Pensé que cuando supiera qué te pasó podría dormir, pero ahora es peor porque ya no puedo inventar un final distinto y eso duele más que la espera.

” El hermano de José Manuel continuaba recibiendo mensajes de otros familiares de desaparecidos. Historias similares, rostros olvidados, guiones casi idénticos, viajes interrumpidos, rastros quemados, autoridades ausentes. La diferencia era que ahora en el caso de su familia había restos, había certezas, pero eso no trajo paz.

En realidad trajo una nueva forma de angustia, saber qué pasó y aún así no poder cambiar nada. En noviembre, una de las cartas anónimas recibidas anteriormente fue reanalizada por un grafo técnico. No había sospechosos para comparar, pero el especialista indicó que había rasgos de nerviosismo típicos de quien escribe bajo presión emocional o miedo.

Dijo también que los tres textos, La carta del colegio, El billete con la tela y la más reciente fueron casi seguramente escritos por la misma persona. alimentó una nueva línea de investigación no oficial, la de que algún exintegrante del grupo involucrado en los eventos de2 aún vivía en la región, tal vez arrepentido, tal vez temiendo represalias y que escribir era su única forma de redimirse sin exponerse, pero nunca se reveló y la policía no continuó con esa línea.

En la televisión local de Chihuahua, un programa vespertino hizo una mención breve al caso con una frase mal colocada: “Se cierra el expediente del caso Castañeda Espinoa tras confirmación de fallecimiento de ambos. La palabra se cierra” incomodó profundamente a las familias, porque lo que les pasó no se cierra.

No cuando nadie fue responsabilizado, no cuando hay cartas circulando con detalles jamás divulgados y sobre todo, no cuando hay tantos otros desaparecidos que ni siquiera llegaron a ser nombrados. A finales de año, un nuevo mural fue pintado discretamente en la estación de tren de divisadero. Era simple. Un fondo naranja, el dibujo de una carretera perdiéndose en el horizonte y dos siluetas caminando de espaldas tomadas de la mano.

En la esquina inferior la frase, “No estaban en el mapa”, pero existieron. No había firma, pero alguien sabía. Lo que pasó con Mariana y José Manuel se convirtió en símbolo, no de un escándalo nacional ni de un caso que llevó a la prisión de criminales, sino de algo más silencioso y doloroso, la idea de que en México hay lugares donde se puede morir sin que nadie mire, donde el tiempo se arrastra y el estado se ausenta.

Y aún así, hay quien sigue recordando, quien sigue escribiendo, plantando árboles, montando archivos, pidiendo explicaciones, no por justicia completa, sino para que al menos la historia siga viva. Diciembre de 2024, el año termina con una brisa fría y limpia en los altos de la sierra Taraumara.

Guachochi amanece cubierto por neblina y el sendero de la víbora sigue invisible a los ojos, incluso para quien sabe dónde comienza. Los guías locales, que antes evitaban hablar de la pareja desaparecida, ahora mencionan la historia con más naturalidad, no como quien denuncia, sino como quien advierte. No es que no se pueda pasar, es que hay lugares donde el silencio pesa más.

 

 

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