TN-Pareja desaparece en las Barrancas del Cobre en 2012 — 11 años después, hallan un carro calcinado

La familia Espinoa colgó una manta con el rostro de Mariana, ya descolorido por el tiempo, y el de José Manuel con las palabras una verdad a medias no es justicia. Pocas personas asistieron. Dos excompañeros de Mariana llevaron flores. Una señora desconocida dejó un dibujo infantil con dos rostros tomados de la mano y una montaña al fondo.

La madre de Mariana no habló con la prensa, solo sostuvo una vela encendida hasta que el viento la apagó solo. Mientras tanto, en los bastidores de la investigación, el fiscal jefe del caso autorizó una última diligencia exploratoria al sendero de la víbora.

Ahora con un objetivo claro, localizar algún vestigio humano que pudiera confirmar el destino de José Manuel Castañeda. El equipo regresó al punto donde se había encontrado el reloj y avanzó más allá. El suelo estaba aún más inestable por las lluvias de principios de año. En cierto tramo encontraron una grieta natural entre rocas como una fosa seca. Ahí, excavando con cuidado, surgieron fragmentos de tela oscura y algo que parecía un cierre derretido.

Pero lo que más llamó la atención fue una estructura irregular de rocas apiladas, como un intento rudimentario de ocultar algo. Debajo de ella, el forense encontró un pedazo de hueso carbonizado del tamaño de una tibia parcialmente roto. El material fue recolectado, embalado y enviado con urgencia al laboratorio forense de la Ciudad de México.

El informe llegaría 4 semanas después y traería la confirmación que nadie quería, pero todos temían. Los restos óseos recuperados presentan coincidencia genética con material biológico de José Manuel Castañeda en proporción superior al 99.98%. José Manuel estaba muerto. Su cuerpo, a diferencia del de Mariana, había sido fragmentado, disperso, casi escondido, como si su existencia debiera ser borrada en silencio.

La noticia devastó a las dos familias. La de Mariana tuvo por primera vez la confirmación total de la tragedia. La de José Manuel fue llevada a un abismo más complejo. El hijo no solo estaba muerto, sino que había muerto de forma anónima, sin que nadie lo enterrara, lo mencionara o se preocupara por lo que le pasó.

El fiscal hizo contacto con ambas familias personalmente, llevó el informe impreso, explicó los detalles. La madre de José Manuel sostuvo el papel sin decir nada. El padre solo preguntó, “¿Dónde quedó su cara?” La respuesta fue seca. No había cráneo. El entierro de José Manuel fue simbólico. Un ataúd solo un hueso cubierto por una bandera blanca fue enterrado junto a la tumba de su abuela.

La ceremonia contó con pocas personas. Un sacerdote hizo una breve oración. El hermano mayor leyó un fragmento de una carta que José había escrito a Mariana años antes. La vida contigo no tiene que ser perfecta. Basta con que sea nuestra. La madre de Mariana estuvo presente, llevó una flor, dijo en voz baja que ahora los dos finalmente estaban juntos, no como esperaban, sino como la sierra lo había decidido.

El impacto del descubrimiento llevó a la prensa nacional a retomar el caso. Reportajes en proceso en El Universal y hasta una mención en la televisión estadounidense destacaron la conclusión trágica de una desaparición doble. El titular más compartido decía, “Hayan restos de pareja desaparecida hace 12 años en la sierra Taraumara. Crimen, silencio y abandono.

Pero para las familias, la tragedia no terminaba con la confirmación, porque aún faltaba la pregunta esencial, ¿quién hizo esto?” El billete anónimo encontrado meses antes con la tela manchada volvía a resonar. Él la vio, no quiso, pero no pudo más. Las autoridades nunca confirmaron oficialmente su origen, pero el contenido, ahora, a la luz de la muerte confirmada de los dos, cobraba un nuevo peso.

Podría haber sido escrito por alguien presente en el momento del crimen o incluso por uno de los propios involucrados. En la semana siguiente, a la divulgación de los huesos de José Manuel, una denuncia inesperada llegó a la delegación de Huachochi. Un hombre en estado de shock, visiblemente alterado, decía tener información.

Su nombre era Rogelio Morales, exempleado de una hacienda aislada en los alrededores del Sendero. Dijo que entre 2012 y 2013 escuchó de un antiguo capataz historias sobre una pareja de turistas que se metieron donde no debían. dijo que había oído conversaciones con términos como carro quemado. La mujer gritaba y al otro lo quebraron allá abajo.

Nunca supo si era verdad, pero al ver la noticia del descubrimiento reciente, recordó la frase más repetida por el capataz. Ese par nunca debió pisar esa vereda. No sabían que estaban caminando sobre huesos. La fiscalía confirmó el testimonio, pero lo consideró frágil. No había nombres. fechas específicas ni conexiones formales con los hechos. Pero una cosa era clara, la región sabía, habitantes, antiguos trabajadores, hombres de pocas palabras, todos habían oído algo, pero nadie hablaba, no por ignorancia, sino por miedo. Ahora, con los dos cuerpos confirmados, la única

posibilidad de justicia real dependía de algo casi imposible, que alguien que participó en el crimen hablara. Hasta ese momento, todo lo que quedaba eran cartas anónimas, pedazos de tela, relojes rotos y memorias carbonizadas de un viaje que comenzó con sonrisas y terminó devorado por la montaña. Abril de 2024.

El caso de Mariana Espinoza y José Manuel Castañeda continuaba oficialmente abierto. Incuso después de la confirmación de la muerte de ambos, no se había emitido ninguna orden de aprensión. ningún sospechoso interrogado, ninguna confesión, solo evidencias fragmentadas y un rastro de omisiones que se extendía por más de una década. La Fiscalía de Chihuahua informó que el expediente estaba en etapa de cruce de información.

En la práctica, eso significaba que la investigación se había enfriado de nuevo. En los pasillos del Ministerio Público se comentaba que nadie quería meterse con nombres ligados al poder local o a la estructura de control territorial de la sierra. Y fue precisamente esa ausencia de nombres lo que más indignaba a las familias.

En Hermosillo, la casa de los Espinoa pasaba días enteros en silencio. La madre de Mariana había cerrado las ventanas del cuarto de su hija, pero dejó la cama hecha como siempre estuvo. Sobre el buró descansaba una copia plastificada de la foto en el mirador del cañón. La última imagen de Un tiempo sin sangre.

El padre, que por años se mantuvo fuerte por todos, comenzó a dormir menos. Caminaba de madrugada por la sala, escribía frases sueltas en pedazos de papel y a veces repetía para sí mismo, “No fue un accidente, no fue un error, fue una decisión.” La hermana de Mariana, por su parte, intentaba concluir un pequeño documental independiente hecho con videos de archivo y entrevistas con amigos cercanos.

Su objetivo no era esclarecer el crimen, sino garantizar que nadie olvidara que ellos existieron. que Mariana fue una maestra querida, que José Manuel estaba apasionado por las plantaciones y que viajaban porque amaban México. El título provisional del filme, Lo que no se dice.

La familia de José Manuel optó por otro camino. El hermano mayor, inconforme con la falta de investigación concreta, comenzó a escribir cartas semanales a diputados, ONG y colectivos de desaparecidos. creó una página en línea con todas las evidencias conocidas, testimonios, copias de informes y hasta una sección llamada ¿Quién no quiso buscar? Ahí enlistaba los nombres de autoridades que habían participado en la investigación en 2012 y 2013, no como acusación directa, sino como registro histórico.

Su argumento era simple: si nadie es responsable, entonces esto puede volver a pasar. En foros y grupos virtuales comenzaron a circular nuevas teorías. Algunas hablaban de una supuesta plantación ilegal en las inmediaciones del sendero de la víbora, controlada por un grupo que operaba fuera del alcance del gobierno.

Otras sugerían que Mariana y José Manuel habían fotografiado algo comprometedor, tal vez por accidente, y al intentar salir de la región fueron interceptados. Pero ninguna de esas versiones podía probarse y mientras más tiempo pasaba, más crecía la sensación de que la verdad completa nunca llegaría. En mayo surgió un nuevo detalle.

Un técnico del equipo forense de Chihuahua que había participado en el análisis del auto en 2023 reveló en privado que entre los restos carbonizados se había encontrado un pedazo de película fotográfica que no fue catalogado correctamente. Estaba parcialmente derretido, pegado a una parte metálica de la puerta trasera.

Según él, el fragmento nunca fue enviado para análisis de imagen ni incluido en el informe final. Quedó guardado en una caja sellada en el fondo del archivo del laboratorio. Tras presión de la familia Espinoza, la pieza fue finalmente liberada para examen técnico. Un laboratorio privado en la Ciudad de México intentó recuperar cualquier información visual de la película.

Después de dos semanas, el informe regresó. No fue posible identificar ninguna imagen con claridad, pero el químico responsable afirmó algo perturbador. Parece parte de un rollo usado. La química indica que había sido expuesto recientemente antes de quemarse. Es decir, Mariana o José Manuel pudieron haber tomado fotos días antes de su muerte y esa película estaba en el auto en el momento de la quema.

¿Qué había en esas fotos? ¿Qué fue borrado en el fuego? En Huachochi, el guía que había acompañado la última expedición a la víbora, se negó a regresar al lugar. Dijo que desde ese día sentía escalofríos en la espalda, que soñaba con gritos por la noche, que veía sombras en el monte. No creía en fantasmas, pero creía que ese lugar guardaba más que los cuerpos.

Le dijo al investigador privado, “Ahí pasó algo que no debió pasar y nadie lo quiere contar.” En junio, la Fiscalía Estatal emitió un comunicado. Tras la localización e identificación de los restos de ambos ciudadanos, se considera que el caso se encuentra en fase de cierre investigativo, salvo que surjan nuevos elementos de prueba que permitan determinar la autoría de los hechos. Era el fin.

Sin culpables, sin juicio, sin nombre, sin rostro, sin verdad completa. Pero la historia aún no terminaba. Porque en una comunidad lejana, en los alrededores de Batopilas, alguien volvía a contar en voz baja, entre tragos de mezcal y desconfianza, la misma frase que había surgido en 2012. Una pareja bajaron por el camino que no sale en los mapas. Los detuvieron. A ella no le dieron chance.

A él lo usaron y luego lo borraron. En la sierra Taraumara todos sabían, pero no todos podían hablar. Julio de 2024. Habían pasado 12 años exactos desde que Mariana Espinoza y José Manuel Castañeda partieron de Hermosillo rumbo a las barrancas del cobre. Ese mismo mes, familiares, amigos y exalumnos de Mariana organizaron una pequeña ceremonia en el patio de la escuela donde ella enseñaba.

Plantaron un árbol, escogieron un guamuchil, especie resistente al calor del norte de México, de ramas abiertas y flores discretas. Colocaron una placa con los nombres de los dos y la frase elegida por los alumnos para que los que enseñaron con amor no se borren con el tiempo. El acto no fue publicitado, fue íntimo, sin cámaras, solo los que realmente los conocieron estuvieron ahí.

En la misma semana, el hermano de José Manuel recibió una carta por correo tradicional. Era un sobre marrón con su nombre escrito en tinta negra, sin remitente. Dentro había solo una hoja doblada con un texto impreso, sin firma, sin pista clara.

El texto decía, “Había una vereda rota, un error y un momento en que todo pudo ser distinto. Ella gritó, él dudó y luego ya no hubo camino. No fue cobardía, fue miedo. Él no la traicionó, pero tampoco pudo salvarla y eso fue su condena. No había instrucciones, no había explicaciones, pero el tono era de quien vio o escuchó o estuvo ahí. El hermano entregó la carta a la fiscalía.

No había huellas digitales, no había ADN, pero ahora era la tercera comunicación anónima con rasgos de estilos similares a la carta encontrada en el colegio y al billete junto a la tela manchada. La hipótesis más probable comenzaba a consolidarse entre los investigadores y peritos forenses.

 

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