Las cebollas silvestres crecían en las llanuras aluviales del río y eran mucho más sabrosas y dulces de lo habitual. Si lo encontrábamos, comíamos hasta saciarnos y lo llevábamos a casa para que mi madre lo añadiera a los pasteles.
También comíamos acedera común, que también comíamos en abundancia.
Mi alegría fue la solanácea. Había que comerlos completamente maduros, sólo bayas negras. Tenían un gusto bastante inusual.
También recuerdo el sabor de las cerezas silvestres. En el campamento de pioneros al que me enviaban cada verano había muchas cerezas silvestres, mucho más dulces que las cerezas cultivadas en casa. Todavía estábamos buscando tiempo para probarlo.
A menudo comíamos maíz crudo y hacíamos muñecas con él.
Y no solo comíamos fresno de montaña, sino que también hacíamos cuentas con él. Si recogiéramos todas las decoraciones hechas con él, tendría más de una milla de largo.
Recuerdo haber probado la raíz de caña de azúcar. Su sabor es tan extraordinario que lo recordaré por siempre. Para conseguirlo, cogimos un bote hasta los juncos y con cuidado arrancamos uno junto con la raíz.