«¿Puedo hablar contigo?», preguntó Sarah. «¿A solas?» Él la llevó un poco lejos de los demás. «Sé que no merezco nada», confesó ella. «Cometí un error terrible. Pensé que sería más feliz, pero no lo fui. Creí que al irme ganaría libertad, pero solo encontré soledad».
James la miró fijamente. «Abandonaste a cinco niños. Te supliqué que te quedaras. Yo no tuve la libertad de irme. Tuve que sobrevivir». «Lo sé», suspiró ella. «Pero quiero arreglar las cosas». «No puedes reparar lo que rompiste», dijo él con voz tranquila pero pesada. «Ya no están heridos. Son fuertes. Hemos reconstruido desde cero». «Quiero ser parte de sus vidas».
James se volvió hacia sus hijos: su tribu. Su propósito. Su prueba. «Tendrás que ganártelo», dijo. «Paso a paso. Con cuidado. Y solo si ellos quieren». Ella asintió, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
Al acercarse a los niños, Lily se cruzó de brazos. «¿Y ahora qué?» James puso una mano en el hombro de Lily. «Ahora… damos un paso a la vez». Sarah se inclinó ante Emma, que la observaba con curiosidad. «Eres amable», dijo Emma. «Pero yo ya tengo una mamá. Es mi hermana mayor, Zoe». Los ojos de Zoe se abrieron de par en par, y el corazón de Sarah se rompió una vez más.
James permaneció en silencio, inseguro sobre el futuro, pero seguro de una cosa: Había criado a cinco seres humanos extraordinarios. Y pasara lo que pasara, él ya había ganado.
Las semanas siguientes fueron como caminar sobre una cuerda floja tendida sobre diez años de silencio. Sarah empezó a aparecer de nuevo, al principio solo los sábados, por prudente invitación de James. Los niños no la llamaban «mamá». No sabían cómo. Era «Sarah», una desconocida con una sonrisa familiar y una voz vacilante.
Traía regalos, demasiados. Demasiado caros. Tabletas, zapatillas de deporte, un telescopio para Zoe, libros para Lily. Pero los niños no querían cosas. Querían respuestas. Y Sarah no tenía las correctas.
James la observaba desde la cocina mientras ella intentaba dibujar con Emma en una mesa de picnic, pero la pequeña volvía corriendo hacia él cada pocos minutos. «Es amable», murmuró Emma. «Pero no sabe trenzarme el pelo como Zoe». Zoe sonrió con orgullo. «Porque papá me enseñó a mí». Sarah parpadeó: un nuevo recordatorio doloroso de lo que se había perdido.
Un día, James la encontró en el salón, sola, con los ojos aún enrojecidos. «No confían en mí», dijo en voz baja. «No tienen por qué hacerlo», respondió James. «Todavía no». Ella asintió lentamente, aceptándolo. «Eres mejor padre de lo que yo fui madre». James se apoyó en el respaldo de una silla. «No mejor. Solo presente. No tuve la opción de huir».
Ella dudó. «¿Me odias?» Él guardó silencio un largo rato. «Antes, sí. Durante mucho tiempo. Pero ese odio… se convirtió en decepción. ¿Y ahora? Solo quiero protegerlos de cualquier nuevo dolor. Y eso te incluye a ti».
Sarah bajó la mirada a sus manos. «No quiero quitarte nada. Sé que perdí el derecho a ser su mamá cuando me fui». James se inclinó hacia ella. «Entonces, ¿por qué volviste?»