“Los parientes de mi esposo me rodearon en el lugar abarrotado, burlándose: ‘Quítate el vestido. Veamos qué es tan ‘hermoso’ que te hace pensar que mereces ser parte de esta familia’. Me quedé helada, mis manos temblaban de ira y humillación, y nadie de su lado me defendió; solo risas crueles llenaban el aire. Me mordí el labio, conteniendo las lágrimas. Pero entonces, el ambiente cambió. Mis dos hermanos —multimillonarios que ellos asumieron que nunca me atrevería a mencionar— entraron, y el suelo parecía temblar mientras avanzaban y se interponían entre los demás y yo. Mi hermano mayor miró fijamente a mi familia política, con voz baja y helada: ‘Vuelvan a tocar a mi hermana… y perderán mucho más que su orgullo barato’. Toda la sala quedó en silencio.”
En el momento en que entré al salón de banquetes, sentí que algo andaba mal. La sala estaba abarrotada: parientes del lado de mi esposo Ethan, a la mayoría de los cuales solo había conocido una o dos veces. Sus ojos barrieron mi vestido azul marino con un juicio lo suficientemente afilado como para cortar la piel. Antes de que pudiera saludar a alguien, un tío se llevó a Ethan, dejándome parada torpemente cerca del centro de la multitud. Fue entonces cuando la tía mayor de Ethan, Colleen, se burló en voz alta: “¿Así que este es el vestido que dijiste que era ‘hermoso’? ¿En serio?”. Algunas primas se rieron disimuladamente, acercándose en círculo.
Traté de mantener la compostura. “Nunca dije que fuera…”
“Ay, por favor”, interrumpió otra prima, Margo. “Si quieres ser parte de esta familia, deberías demostrarnos que no estás fingiendo. Quítate el vestido. Veamos qué te hace pensar que perteneces aquí”.
Las risas que estallaron se sentían cruelmente ensayadas. Alguien incluso acercó un teléfono, listo para grabar mi humillación. Por unos segundos, me quedé paralizada: el corazón palpitando, la garganta ardiendo. Sentí crecer la ira, pero la humillación creció más rápido, oprimiéndome el pecho. Ethan no estaba allí. Nadie de su familia intervino. Ni una sola voz les dijo que pararan.
Retrocedí hasta que mi hombro golpeó una columna decorativa. Mis palmas temblaban, pero las mantuve cerradas en puños. “No haré eso”, dije en voz baja. “Basta”.
“¿Ah, sí? ¿Se cree mejor que nosotros?”, se burló Colleen. “Mírenla. Dándose aires de grandeza”.