Esas frases me quemaban las manos como fuego. Cada mensaje se grababa en mi mente. Los releía una y otra vez, y en mi memoria aparecían imágenes: sus ojos asustados, cómo se cerraba en sí misma en los últimos meses.
Entonces comprendí lo que me había negado a creer: mi hija no se había ido por voluntad propia. Se convirtió en víctima de aquel a quien yo consideraba la persona más cercana.