Pero en la noche de bodas, un grito extraño resonó desde el dormitorio, y lo que vi me dejó sin palabras…

Trabajaba como contadora en una compañía de seguros local, estaba divorciada y no tenía hijos. Se conocieron en una clase de yoga para personas mayores en el centro comunitario.

Al principio, pensamos que se estaba aprovechando de él. Pero cuando la conocimos —amable, educada y de voz suave— nos fijamos en cómo miraba a mi padre. Y en cómo él la miraba. No era lástima. Era paz.

La ceremonia tuvo lugar en el patio trasero de nuestra casa familiar, bajo un gran árbol de mango decorado con lucecitas. Nada extravagante, solo una sencilla reunión de amigos y familiares, pollo asado, refrescos, risas y algunas lágrimas.

Larissa llevaba un vestido rosa claro, el pelo recogido y una mirada tierna en sus ojos. Mi padre parecía nervioso pero feliz, como un joven enamorado por primera vez.

Esa noche, mientras todos ayudaban a ordenar, mi hermana bromeó:

—Papá, intenta no hacer ruido esta noche, ¿vale? ¡Las paredes son delgadas!

Él se rió y respondió:

—Oh, vete a ocuparte de tus propios asuntos, pequeño bribón.

Luego tomó la mano de Larissa y entró en el dormitorio principal, el mismo que había compartido con mi madre durante más de treinta años. Le sugerimos que redecorara antes de la boda, pero se negó.

“Dejarlo como está me da paz”, dijo.

Alrededor de la medianoche, me despertó un ruido. Pensé que era el viento… o quizás un gato en el jardín. Pero entonces… un grito. Agudo. Aterrador.

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