Y ahí fue cuando ocurrió lo impensable.
Carmen, con una furia nunca vista, me empujó con fuerza. Su puño me impactó de lleno en el estómago. Un dolor insoportable me recorrió el cuerpo, y antes de poder gritar, me tambaleé hacia atrás… y caí en la piscina.
Mi vestido se me pegaba al cuerpo mientras me hundía, el dolor me paralizaba. Intenté moverme, pero me pesaba demasiado el vientre. Vi desdibujado, se me llenaron los pulmones de agua, y lo último que vi fue a Javier… riendo. No hizo nada. Ni un solo gesto. Solo esa risa que aún me persigue.
Y justo antes de perder el conocimiento, miré mi vientre hinchado. Sentí algo extraño, una presión, un movimiento… y me quedé paralizada.
Desperté en una habitación blanca, con un pitido constante a mi lado. El olor a desinfectante me revolvió el estómago. Intenté moverme, pero un dolor agudo me atravesó el abdomen. Una enfermera se acercó de inmediato. «Tranquila, María. Estás en el Hospital La Fe. Tuviste un accidente».
Mi mente tardó unos segundos en reaccionar. “¿Mi bebé?”, pregunté con la voz entrecortada.
La enfermera bajó la mirada. “Lo siento mucho”.
Mi mundo se derrumbó. Un grito ahogado escapó de mi garganta. Me retorcí, llorando hasta quedar completamente exhausta. No podía creerlo. Había perdido a Lucía. Mi pequeña. Mi razón para seguir adelante.
Esa noche no dormí. La imagen de Carmen golpeándome y de Javier riéndose no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Al día siguiente, la policía vino a tomarme declaración. Una vecina había visto parte de lo ocurrido y llamó a emergencias al verme flotando inconsciente. Gracias a ella, estaba viva.
“¿Desea presentar cargos?” preguntó el oficial.
—Sí —respondí sin dudarlo—. Contra ambos.