Sus manos se extendieron hacia Cola.
—No te vayas —murmuró, con la voz todavía ronca por la risa—. Por favor.
Ese “por favor” fue más fuerte que cualquier contrato, más valioso que cualquier inversión.
En ese instante, la decisión quedó sellada.
Esa noche, Richard caminó por los pasillos de la mansión con una sensación extraña: sus pasos ya no sonaban tan solitarios.
Se asomó a la habitación de Amanda y la vio dormida, abrazando un peluche, el rostro tranquilo.
En la habitación que había mandado preparar de emergencia, Cola estaba enredado en las cobijas, profundamente dormido, como cualquier niño que por fin no tiene que preocuparse por dónde pasará la noche.
Con el tiempo, lo que empezó como una visita clandestina se convirtió en rutina.
Las semanas se hicieron meses.
Amanda volvió a llenar la casa con su risa.
Cola, ahora con uniformes limpios y mochila nueva, iba a la escuela por las mañanas y corría al jardín por las tardes.
Richard empezó a cambiar también.
El hombre de negocios implacable que solo pensaba en números comenzó a dedicar tiempo a otras cosas.
Aprendió a mirar a sus empleados a los ojos, a escuchar historias que antes no le importaban, a donar su dinero no solo por imagen, sino porque entendía el valor de la compasión.
En más de una ocasión, se descubrió a sí mismo tirado en el pasto del jardín, viendo cómo Cola y Amanda inventaban nuevos “bailes”, juegos y chistes.
Se reían de él cuando intentaba imitarlos y terminaba casi cayéndose.
Y a Richard no le importaba hacer el ridículo; se sentía vivo.
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