Esa tarde, cuando Amanda se cansó y se recostó en la silla, el jardín volvió a quedarse en silencio.
Cola —así había escuchado que Amanda lo llamaba, entre risas— se quedó cerca, respirando agitado pero sonriendo de oreja a oreja.
Richard se le acercó despacio.
—¿Sabes que puedes meterte en problemas por estar aquí? —dijo, tratando de recomponer su tono de hombre poderoso—. Entrar sin permiso, saltarte la seguridad…
El niño se encogió de hombros.
—Solo quería que ella se riera —contestó—. Nada más.
No pidió dinero, ni comida, ni trabajo.
No habló de recompensas ni de oportunidades.
Solo “quería que ella se riera”.
Aquello golpeó a Richard más fuerte que cualquier regaño que él mismo hubiera podido dar.
Durante la semana siguiente, el mismo ritual se repitió.
Cada tarde, Cola aparecía en el jardín.
La seguridad, al principio confundida, terminó por mantenerse a distancia, observando lo que pasaba entre Amanda y el niño.
Richard empezó a organizar su agenda para estar en casa a esa hora.
Desde la terraza, o sentándose en una banca del jardín, veía cómo la postura de Amanda cambiaba un poquito cada día.
Levantaba más las manos, aplaudía con más fuerza, se inclinaba hacia adelante para seguir mejor los movimientos de Cola.
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