No quería romper ese momento.
Se quedó ahí, como un intruso en su propia casa, viendo cómo ese niño de la calle lograba que el mundo de Amanda volviera a tener color.
—Tú… tú no deberías estar aquí —dijo al fin, con una voz que intentó sonar dura, pero le salió más insegura de lo que esperaba.
El niño se quedó congelado a mitad de un giro.
Levantó la vista, lo miró directo, sin miedo.
—Solo estoy bailando —respondió con sencillez.
Y volvió su atención a Amanda, que soltó una carcajada involuntaria.
Richard sintió que el pecho se le apretaba.
Quería regañarlo, exigir explicaciones, echarlo inmediatamente.
Pero cada vez que Amanda reía, cada vez que movía los dedos para aplaudir, esa voz autoritaria se hacía más pequeña.
Pasaron varios minutos.
La risa de Amanda fue bajando de intensidad hasta convertirse en pequeñas risitas.
Entonces el niño se acercó un poco más y extendió una mano.
—A ver, atrápame —le dijo en voz suave, como si ya la conociera desde siempre.
Los dedos de Amanda temblaron mientras intentaban alcanzarlo.
Fue un movimiento torpe, mínimo, pero fue suyo.
No era el reflejo obligado de una terapia, sino el impulso genuino de una niña que quería jugar.
Richard sintió las lágrimas picándole los ojos.
Había gastado millones buscando movimiento, progreso, un signo de esperanza.
Y ahí estaba, frente a él, provocado por un niño descalzo que no tenía absolutamente nada más que su corazón y sus ganas.
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