No se había reído en meses… hasta que un niño de la calle, desaliñado y juguetón, giró y se metió en su vida.»

Al principio fue torpe, exagerado, casi ridículo.
Saltos raros, brazos que se agitaban como si fuera a salir volando, caídas dramáticas sobre el pasto.
No era un bailarín profesional; se notaba que era un niño de la calle, alguien que había aprendido a sobrevivir con pura creatividad y coraje.

Amanda parpadeó.
Luego sus labios temblaron apenas, como si no recordaran cómo se hacía eso de sonreír.
Un hilito de risa, muy suave, se escapó de su garganta.

Richard se quedó helado.

La cabeza de Amanda se inclinó apenas hacia el niño.
Sus manos, que habían estado inertes durante tanto tiempo, se levantaron unos milímetros de su regazo.
La risa, al principio débil, se fue haciendo más clara, más llena, más real.

Era la primera vez, desde el accidente, que Richard escuchaba esa música.
La risa de su hija.
La misma que el dinero, los mejores médicos del mundo y toda la tecnología disponible no habían conseguido devolverle.

El niño seguía con su “baile” extraño: giraba en círculos, fingía tropezarse, se dejaba caer dramáticamente de espaldas y levantaba las manos al cielo como si estuviera en un escenario.
Amanda comenzó a reír con ganas, aplaudiendo como podía, la silla de ruedas moviéndose un poco por la fuerza de sus movimientos.

Richard tragó saliva.
Tenía dos opciones: llamar a seguridad y sacar a ese niño de su propiedad… o quedarse ahí, mirando cómo un desconocido hacía algo que nadie más había logrado.
Su enojo empezó a resquebrajarse, dejando espacio a una sensación que casi había olvidado: esperanza.

Bajó por las escaleras del balcón, pero se detuvo a cierta distancia.

 

 

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