Tenía ese tipo de mirada que uno no puede fingir, cálida, como si ya te conociera. Le sonrió con un poco de nervios y él le devolvió el saludo con un gesto rápido. No estaba para socializar. Le pidió a Armando, el mayordomo, que le explicara todo. Luego siguió trabajando. Marina fue directo a la cocina.
se presentó con los demás empleados y empezó a hacer su trabajo como si ya conociera la casa. Limpiaba sin hacer ruido, hablaba bajito y siempre con respeto. Nadie entendía cómo, pero en pocos días el ambiente empezó a sentirse diferente. No era como si de pronto todos fueran felices, pero algo había cambiado. Tal vez era que ella ponía música bajita mientras barría o que siempre saludaba a todos por su nombre, o que no parecía tenerle lástima a Leo como los demás. La primera vez que lo vio fue en el jardín.
Él estaba bajo el árbol en su silla de ruedas mirando al suelo. Marina salió con una charola de galletas que ella misma había hecho y se le acercó sin decirle nada. Solo se sentó a su lado, sacó una galleta y se la ofreció. Leo la miró de reojo, luego bajó la vista, no dijo nada, pero no se fue. Marina tampoco. Así pasó ese primer día, sin palabras, pero con compañía.
Al siguiente, Marina volvió al mismo lugar, a la misma hora, con las mismas galletas. Esta vez se sentó más cerca. Leo no las aceptó, pero le preguntó si sabía jugar uno. Marina le dijo que sí, aunque no era tan buena. Al otro día ya tenían las cartas en la mesa del jardín. Jugaron una sola ronda.
Leo no se rió, pero no se levantó cuando perdió. Tomás empezó a notar esos cambios pequeños, pero claros. Leo ya no quería estar solo todo el día. preguntaba si Marina iba a venir. A veces la seguía con la mirada por la casa. Una tarde incluso le pidió que le ayudara a pintar. Marina se sentó con él y le pasó pinceles sin apurarlo.
Hacía tiempo que Leo no mostraba interés por nada. El cuarto de Leo también cambió. Marina colgó dibujos en las paredes. Lo ayudó a acomodar sus juguetes favoritos en un estante bajo para que él pudiera alcanzarlo. Solo le enseñó a prepararse un sándwich con sus propias manos. Cosas simples, pero importantes.
Tomás se sentía agradecido, pero también confundido. No sabía si era casualidad o si de verdad Marina tenía algo especial. A veces se quedaba parado en la puerta viendo cómo ella hablaba con Leo, cómo le tocaba el hombro, cómo le sonreía. No era una mujer escandalosa ni coqueta, era todo lo contrario, pero tenía una presencia que no se podía ignorar.