” En ese momento, la puerta principal se abrió de golpe. El ruido resonó en todo el salón. Todos volvieron la cabeza. Un hombre alto entró sosteniendo una pequeña caja de regalo envuelta cuidadosamente en papel plateado. Su rostro era serio, con la confianza de un hombre de negocios de éxito. Era Ricardo Valdivia, el dueño de la mansión, que había regresado antes de su viaje para sorprender a su segunda esposa.
Pero la sorpresa nunca salió de sus manos. La vista que tenía ante él lo dejó paralizado. Se detuvo en seco. La caja casi se le resbaló de los dedos. Sus ojos se fijaron en Sofía, su hija temblando, empapada en sopa de calabaza, con los ojos llorosos clavados en el suelo. El aire se volvió denso y pesado. Las risas se apagaron al instante.
Elena se estremeció por un segundo, luego se recuperó rápidamente, enmascarándose con una dulce sonrisa mientras se adelantaba para explicar. Pero Ricardo no pudo pronunciar una sola palabra. La caja de regalo temblaba en su mano, pero era su corazón lo que realmente se había hecho añicos.
Ricardo apretó la caja de regalo en su mano, caminando rápidamente a través de la multitud que se apartaba para dejarlo pasar. El sonido de sus zapatos golpeaba con fuerza el suelo de mármol, agudo y pesado. No saludó a los invitados, ni reconoció sus miradas atónitas.
se detuvo directamente frente a la pequeña silla de ruedas donde Sofía aún mantenía la cabeza gacha, sus hombros temblando, sus diminutas manos cubiertas de sopa. Se agachó su voz ahogada por la ira. ¿Qué es esto, Elena? ¿Qué acabas de hacer? La atmósfera en el salón se tensó como una cuerda tirante. Unos cuantos invitados carraspearon. Otros dejaron en silencio sus copas sobre la mesa.
Todo el mundo estaba mirando, pero nadie se atrevía a interferir. Elena se quedó helada solo por un segundo. Luego, como si llevara mucho tiempo practicando para enfrentarse a una exposición repentina, se llevó rápidamente una mano al pecho, sus ojos brillando mientras las lágrimas brotaban libremente.
Su voz temblaba cargada de un dolor teatral. Ricardo, yo solo quería darle una lección. La niña fue irrespetuosa delante de los invitados. Me sentí humillada. Nunca quise hacerle daño. Sofía seguía soyando. Intentó levantar la cabeza, sus pestañas pesadas por las lágrimas, su voz quebrándose. Papá, lo siento, no era mi intención. No quería que mamá se enfadara.
Esas palabras le estrujaron el pecho a Ricardo. Miró a Sofía, vio la desesperación en los ojos de su hija y luego se volvió hacia Elena. Por primera vez en años se dio cuenta de que había una distancia fría e insalvable entre él y su hija. En parte provenía del dolor de haber perdido a su esposa, en parte de su propia negligencia y de haber dejado que esa distancia se hiciera más grande.
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