Mis propios suegros me desnudaron para humillarme… pero no sabían algo: mi padre es millonario — y llegó para destruirlos.

No me importa quién sea usted, su hija es una ladrona. Robó mi collar de diamantes. Este collar? preguntó uno de los hombres de mi padre, que acababa de entrar arrastrando a Sofía, mi cuñada. Sofía lloraba. En su mano apretaba el famoso collar. “Lo encontramos en el bolso de esta señorita cuando intentaba salir por la puerta trasera”, dijo el guardia. “El salón jadeó.” Mamá me dijo que lo hiciera”, chilló Sofía traicionando a su madre al instante. Ella me dijo que se lo plantara a Elena para que Roberto la dejara y se casara con la hija del banquero.

Roberto miró a su madre horrorizado. “Mamá, ¿hiciste eso?” “¡Cállat idiota!”, le gritó Bernarda a su hija. Todo era por el bien de la familia. Mi padre golpeó el suelo con su bastón, un accesorio que usaba por elegancia, no por necesidad. Basta de teatro. He venido a cobrar una deuda. ¿Deuda? Preguntó Roberto. Nosotros no le debemos nada. Somos los Villareal. Tenemos dinero. Mi padre sacó un documento de su abrigo. ¿Ustedes son los Villareal? Sí. Una familia que vive de apariencias.

Una familia cuya empresa textil ha estado en números rojos durante 5 años. Una familia que pidió un préstamo masivo hace 6 meses a un fondo de inversión privado para no perder estamansión. Mi padre lanzó el documento a los pies de Roberto. Ese fondo de inversión soy yo. Bernarda se tambaleó. ¿Qué? Compré su deuda, Bernarda. Compré sus hipotecas. Compré sus pagarés. Básicamente soy el dueño de la silla donde se sientan, del techo que los cubre y de la ropa que llevan puesta.

Mi padre miró el reloj y según la cláusula 4B del contrato que ustedes firmaron sin leer por su desesperación, tengo derecho a ejecutar la garantía de la propiedad en caso de conducta inmoral o criminal por parte de los deudores. Mi padre señaló a Elena, desnudar a mi hija, acusarla falsamente de robo y tirarla a la calle en una tormenta, creo que califica como conducta criminal. Mi padre sacó su teléfono. Ejecuta la orden dijo a alguien al otro lado de la línea.

Las luces de la mansión parpadearon y se apagaron. Solo quedaron las luces de emergencia. ¿Qué pasa? Gritó Bernarda. Acabo de cortarles los servicios, dijo mi padre. Y mis abogados acaban de congelar todas sus cuentas bancarias personales y corporativas. Están en la ruina Villareal. Cero. Nada. Roberto cayó de rodillas frente a mí. Elena, mi amor, no sabía. Perdóname. Mi madre, ella me manipuló. Yo te amo, siempre te amado. Por favor, habla con tu padre. Somos esposos. Lo miré.

Miré al hombre que me dio la espalda cuando más lo necesitaba. Esposos dije. Un esposo no deja que desnuden a su mujer. Un esposo no la tira a la calle. Tú no eres un esposo, Roberto. Eres un cobarde y me das lástima. Elena, suplicó él intentando agarrar mi vestido. Mi padre le puso el pie en el pecho y lo empujó suavemente hacia atrás. No la toques. No eres digno ni de respirar su mismo aire. Mi padre se giró hacia los invitados que observaban la escena con una mezcla de terror y fascinación.

“Señoras y señores,” dijo mi padre. “La fiesta ha terminado. Les sugiero que se vayan. Esta propiedad ahora me pertenece y voy a cerrarla para fumigar. Huele a basura. Los invitados corrieron hacia la salida, atropellándose unos a otros. Nadie quería estar cerca de la caída de los Villareal. Bernarda se quedó parada en medio del salón oscuro, temblando de rabia. No puede echarme. Llevo viviendo aquí 40 años. Tiene 10 minutos dijo mi padre. 10 minutos para sacar sus cosas personales.

Y con personales me refiero a cepillos de dientes y ropa interior. Las joyas, los muebles, los cuadros, todo se queda como pago de los intereses de la deuda. ¿A dónde voy a ir? Lloró Sofía. Pueden ir a donde quieran, dije yo. La calle es muy grande y ya saben lo que se siente estar ahí, ¿verdad? Aunque ustedes tendrán la ventaja de llevar ropa puesta. Yo no tuve esa suerte. Mi padre hizo una señal a sus hombres. Saquen a esta gente de mi casa.

Los guardias tomaron a Bernarda, a Sofía y a Roberto. Los arrastraron hacia la salida, tal como ellos habían hecho conmigo una hora antes. Bernarda gritaba insultos. Sofía lloraba. Roberto solo repetía mi nombre como un disco rayado. Los lanzaron a la grava mojada fuera de la reja rota. Mi padre y yo salimos a la terraza. La lluvia seguía cayendo. Los vimos allí en el lodo, arruinados, peleándose entre ellos. Bernarda culpaba a Roberto. Roberto culpaba a Sofía. Sofía culpaba a su madre.

Se estaban devorando. ¿Estás bien, hija?, me preguntó mi padre pasándome el brazo por los hombros. Sí, papá. Estoy bien. ¿Quieres que les dé algo? Un poco de dinero para el autobús. Miré a la familia que me había hecho la vida imposible. Recordé las burlas por mi ropa sencilla. Recordé cómo me hacían comer en la cocina cuando tenían visitas importantes. Recordé el frío de hace una hora. No dije que caminen, les hará bien un poco de humildad. Nos dimos la vuelta y entramos en la casa.

Mi padre dio la orden de demoler la mansión al día siguiente. No quería venderla, quería borrarla del mapa. Quería que no quedara ni un ladrillo de ese lugar maldito. El desenlace. En los meses siguientes, la noticia del colapso de los Villareal fue la comidilla de la ciudad. Se supo todo. El intento de incriminarme, la deuda, la quiebra, fueron rechazados por la sociedad que tanto adoraban. Roberto intentó conseguir trabajo, pero su reputación estaba destruida. Terminó trabajando de camarero en un bar de mala muerte en la costa.

 

 

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