El sonido de la seda rasgándose fue lo único que se escuchó en el salón principal de la mansión Villareal. No fue un sonido suave, fue un grito de tela que marcó el final de mi dignidad. Sentí el aire frío de la noche golpear mi piel desnuda. Mis brazos cruzados sobre mi pecho intentaban inútilmente cubrir lo que mi suegra, doña Bernarda y mi cuñada Sofía, acababan de exponer ante 50 invitados de la alta sociedad.
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