“Puedo explicarlo, mi amor, es un malentendido…”, intentó Camila, acercándose con las manos extendidas, intentando activar sus encantos una última vez. Marcelo la detuvo con una mirada de asco absoluto. “No te me acerques. Lo he visto todo. Las cámaras, el teléfono secreto, el plan del asilo, el veneno en el té. Todo”. Ricardo, cobarde por naturaleza, intentó escabullirse hacia la puerta, pero se encontró de frente con Rosa, que le bloqueaba el paso con una mirada de acero, seguida por dos guardias de seguridad que Marcelo había alertado en silencio.
“Lárguense de mi casa”, gruñó Marcelo, su voz baja y peligrosa. “Tienen diez minutos antes de que llegue la policía con la orden de arresto por intento de homicidio. Si fuera ustedes, correría”. La huida de la pareja fue patética, llena de gritos y acusaciones mutuas mientras salían de la mansión con lo puesto. Marcelo no los miró; se arrodilló junto a la silla de su madre, abrazándola con fuerza, sollozando como un niño. “Perdóname, mamá. Tenías razón. Perdóname por no haberte creído”. Elena, con lágrimas en los ojos pero una sonrisa de alivio, acarició el cabello de su hijo. “No hay nada que perdonar. A veces, el amor nos pone una venda en los ojos, pero hoy… hoy te la has quitado”.
Los meses siguientes fueron de reconstrucción. La mansión, antes fría y llena de decoraciones pretenciosas elegidas por Camila, volvió a ser un hogar. Pero la salud de Elena seguía delicada, y el incidente la había dejado emocionalmente frágil. Fue entonces cuando llegó Lucía.
Lucía Vega no era como las enfermeras anteriores. No llevaba uniformes almidonados ni trataba a Elena con condescendencia. Era una mujer joven, de ojos vivaces y manos curtidas por el trabajo, con una risa contagiosa que pronto empezó a llenar los pasillos silenciosos. Desde el primer día, Marcelo notó la diferencia. Camila siempre preguntaba por el “estado” de Elena como quien pregunta por un mueble roto; Lucía preguntaba por sus libros favoritos, por sus recuerdos, por sus sentimientos.
Un día, Marcelo encontró a Lucía en el jardín, enseñando a Elena a trasplantar orquídeas desde su silla de ruedas. Ambas tenían las manos llenas de tierra y reían a carcajadas. Marcelo se quedó paralizado. Hacía años que no veía a su madre reír así. “Señor Albuquerque”, dijo Lucía al verlo, limpiándose las manos en el delantal sin pizca de vergüenza. “Su madre tiene un talento natural para la jardinería. Deberíamos plantar más rosas en el ala oeste”. Marcelo asintió, hipnotizado no por la belleza física de Lucía —que la tenía—, sino por su autenticidad. No había máscaras, no había segundas intenciones. Lo que veía era lo que había.
