La transformación fue instantánea y aterradora. La mujer dulce que lo había despedido en la puerta desapareció. Camila se quitó la bata de seda con gesto brusco, sacó un teléfono desechable que Marcelo jamás había visto y marcó un número con impaciencia. “Ya se fue”, dijo, y su voz destilaba un veneno que heló la sangre de Marcelo. “Sí, el idiota se tragó el cuento de Singapur completo. Tenemos la casa para nosotros. Ven ahora”. Marcelo subió el volumen, incrédulo. “¿La vieja? Sigue aquí, respirando y ocupando espacio. Pero no te preocupes, tengo un plan para eso. Después de la boda, la mandaremos a un asilo de cuarta categoría donde no moleste. O mejor aún, quizás la naturaleza siga su curso un poco más rápido con una pequeña ayuda”.
Marcelo sintió náuseas. “La vieja”. Así llamaba a la mujer que la había acogido como a una hija. Pero lo peor estaba por llegar. Una hora después, el timbre sonó. Camila corrió a abrir, pero no era una amiga, ni un familiar. Era Ricardo, un hombre que Camila había presentado meses atrás como su “primo lejano”. En cuanto cruzó el umbral, Camila se lanzó a sus brazos y lo besó con una pasión salvaje, una pasión que nunca, ni en sus mejores momentos, había mostrado con Marcelo. “Te extrañé, mi amor”, murmuró Ricardo, acariciándola con posesividad. “¿Seguro que el millonario no sospecha nada?”. “Es tan ingenuo que da lástima”, rió Camila, guiándolo hacia el sofá. “Cree que soy la esposa trofeo perfecta. Solo necesitamos aguantar hasta la boda, cambiar el contrato prenupcial y, una vez que la vieja esté fuera del camino y yo tenga el 50% de las acciones, nos deshacemos de él”.
Desde su escondite, Marcelo temblaba de ira. No era solo la infidelidad; era la maldad pura, la conspiración calculada para destruir a su familia. Pero su furia se convirtió en terror cuando vio a Camila dirigirse a la cocina y preparar el té de la tarde para Elena. La vio sacar un frasco de pastillas del bolso, triturar varias y mezclarlas con el líquido caliente. “¿Qué estás haciendo?”, preguntó Ricardo, aunque sonreía. “Acelerando el proceso”, respondió ella con frialdad. “Si duerme demasiado profundo, tal vez su corazón cansado simplemente… se detenga. Y nosotros seremos los dueños de todo mucho antes”.
Marcelo no esperó más. El plan de observar había terminado; ahora era una misión de rescate. Salió de la habitación y corrió por los pasillos laberínticos de la mansión, el corazón latíéndole en la garganta. Mientras corría, llamó a emergencias y al doctor de la familia. Llegó a la puerta de la habitación de su madre justo cuando Camila le acercaba la taza a los labios a Elena. “Bebe, querida, te hará sentir mejor”, decía con esa voz melosa que ahora le sonaba a Marcelo como el siseo de una serpiente.
“¡No lo bebas!” El grito de Marcelo retumbó en las paredes. La taza cayó de las manos de Elena, rompiéndose en mil pedazos sobre el suelo de madera, el líquido oscuro extendiéndose como una mancha de culpa. Camila y Ricardo giraron bruscamente, sus rostros desencajados por el pánico. “¿Marcelo?”, tartamudeó Camila, pálida como un fantasma. “Tú… tú estabas en Singapur”. Marcelo avanzó hacia ellos, su presencia llenando la habitación con una autoridad que nunca antes había tenido que usar contra ella. “Y tú estabas enamorada de mí, ¿verdad? Y Ricardo era tu primo”.
