Alejandro no pudo leer más. Cerró el cuaderno con manos temblorosas, abrazó a Sofía y lloró. Lloró por ella. Por el bebé. Por su ceguera. Por cada noche que llegó tarde. Por cada vez que eligió el trabajo para no sentir el duelo.
—Perdóname —se quebró—. Perdóname, mi vida. Yo debía verte.
La trabajadora social llegó poco después. Habló con Sofía a solas, documentó las marcas, leyó partes del cuaderno. Cuando salió, su rostro era grave.
—Señor Durán, hay un patrón claro de abuso —dijo—. Recomendaré una orden de protección inmediata. Su esposa no puede volver a estar a solas con los niños.
Alejandro asintió, mudo.
No había marcha atrás.
Esa noche no volvieron a la casa.
Alejandro llevó a los niños con su hermana Julia a Coyoacán, a un departamento pequeño pero cálido, donde el aire no olía a mármol ni a mentiras. Sofía durmió abrazando a Mateo, como si todavía tuviera que protegerlo. Alejandro se quedó en una silla, sin poder cerrar los ojos, vigilando el pecho de sus hijos subir y bajar.
El celular vibró hasta cansarse.
Mensajes de Casandra:
“¿Dónde están?”
“Estás exagerando.”
“Fue un accidente.”
“Soy tu esposa, merezco una explicación.”
Alejandro apagó el teléfono.
