Alejandro no respondió. No podía. Su mirada fue directo a Sofía.
La niña estaba inmóvil, pero temblaba.
No de frío.
De miedo.
Miedo puro, del que te deja mudo aunque por dentro estés gritando.
Alejandro se arrodilló frente a ella.
—Sofi… ¿qué pasó?
Sofía abrió la boca, pero no salió sonido. Sus ojos brincaron hacia Casandra, luego al piso, luego al bebé.
En esa cara delgadita se libraba una guerra. Alejandro la vio como si fuera una luz prendida: quiero decirlo… pero no puedo.
—A ver, Alejandro —interrumpió Casandra, más firme—. Yo le pedí a Sofía que vigilara a Mateo mientras yo atendía una llamada. Pero ya sabes cómo es… distraída. Y el bebé casi se va de espaldas. Yo lo agarré.
—No fue así —la voz de Sofía salió como un hilito, un susurro estrangulado—. No fue eso.
Algo se quebró dentro de Alejandro, como un hueso.
Porque no era la primera vez que Sofía contradecía a Casandra en los últimos meses.
