—Pa… —dijo en voz baja—. ¿Ya acabó de verdad?
Alejandro se puso frente a ella, para verla a los ojos.
—Sí, mi amor. Ya acabó. Nadie te va a volver a hacer daño. Y si alguien intenta… aquí estoy.
Sofía respiró hondo, como si por primera vez pudiera llenar los pulmones.
—Yo pensaba que tú no me ibas a creer.
Alejandro sintió que le ardía la garganta.
—Nunca más voy a dudar de ti.
Sofía lo abrazó. Un abrazo apretado, largo, tembloroso. Mateo llegó corriendo, se prendió a su pierna, y los tres quedaron juntos en medio del parque como si estuvieran aprendiendo, otra vez, qué significa estar a salvo.
Esa tarde, de regreso a casa, Sofía miró por la ventana y dijo, casi como un secreto:
—Creo que mamá estaría orgullosa… de que no nos rendimos.
Alejandro le besó la frente.
—Tu mamá estaría orgullosa de ti todos los días. Porque sobreviviste… y aun así sigues siendo buena.
Y Sofía sonrió. No como antes —ese tipo de sonrisa se la habían robado—, pero sí como alguien que ya no vive huyendo.
Una sonrisa nueva.
De esas que no nacen de la inocencia…
Sino de la valentía.
