Como si hubiera despertado tarde.
El proceso legal fue rápido por la cantidad de pruebas: reportes médicos, fotografías, el cuaderno de Sofía, el cuaderno negro de Casandra, los sedantes, las transferencias.
Casandra no mostró arrepentimiento. Ni una lágrima verdadera.
Alejandro sí.
Cada vez que veía a Sofía brincar ante un ruido fuerte, cada vez que Mateo estiraba los brazos con ansiedad en la noche, Alejandro entendía que la justicia no borraba lo vivido… pero al menos les daba una puerta para salir.
Vendió la mansión. No volvió a poner un pie ahí.
Compró una casa más pequeña, llena de luz, sin escaleras peligrosas, con un patio donde los niños pudieran correr sin miedo. Empezaron terapia. Aprendieron algo extraño y difícil: que sanar no es olvidar, sino dejar de vivir en alerta todo el tiempo.
Pasaron los meses.
Sofía dejó de comprobar tres veces la cerradura. Poco a poco. No de golpe.
Mateo volvió a reír sin sobresaltos.
Y Alejandro… aprendió a estar.
A llegar temprano. A leer cuentos. A escuchar. A creerle a su hija cuando le decía “no estoy bien”, sin pedirle pruebas.
Un domingo, en el parque, Sofía —con el cabello amarrado y una fuerza nueva en la mirada— lo observó empujar el columpio.
