Millonario presencia cómo su madrastra arrastraba a su bebé del brazo… la súplica de una niña de 7 años lo cambia todo.

El grito cortó el aire como si alguien hubiera estrellado un vidrio contra el mármol.

No era llanto de hambre. No era berrinche. Era ese sonido agudo y desesperado que le apaga el corazón a cualquier padre, porque no debería existir en un cuerpo tan pequeño.

Alejandro Durán todavía tenía la mano en la manija dorada de la puerta principal cuando lo escuchó. Se le heló la sangre. Afuera, la camioneta seguía encendida en la entrada circular; el tablero parpadeaba en rojo mientras él soltaba el portafolio de piel sobre el piso y echaba a correr.

Resbaló con sus propios zapatos, casi cayó… y entonces vio.

Sofía, su hija de ocho años, estaba encogida contra la pared del recibidor como un animal acorralado. Tenía los ojos demasiado grandes para su carita. El vestido azul traía una mancha oscura en la rodilla, y Alejandro no supo si era sangre o tierra. Lo que sí supo fue que Sofía no era la que gritaba.

El grito venía de Mateo, el bebé de catorce meses.

Mateo colgaba del brazo de Casandra Salcedo como un muñeco roto. La cara morada de tanto llorar, la boca abierta en un alarido que ya se estaba quedando sin aire. Y su bracito izquierdo… Dios. Su bracito se veía suelto, torcido, en un ángulo que revolvió el estómago de Alejandro.

Casandra le apretaba la muñeca con tanta fuerza que se le habían puesto blancos los dedos.

Y Alejandro vio, vio con claridad el momento exacto en que ella notó que él estaba ahí.

La máscara de furia en su rostro se derritió. En menos de un segundo, se convirtió en preocupación perfecta.

—Alejandro, gracias a Dios llegaste… —su voz tembló justo lo necesario—. Fue un accidente horrible. Mateo casi se cae de la escalera. Yo intenté sostenerlo, pero creo que le lastimé el bracito sin querer.