Se duchó sin prisas, disfrutando cada minuto, como si se lavara también las heridas del pasado. Pintó sus uñas con un esmalte rojo profundo que había comprado especialmente para esa noche. El vestido se deslizó sobre su piel, como si la reconociera. Era suyo. Las joyas aportaban el brillo justo, sin excesos. Recogió su melena en un moño bajo, elegante, dejando algunos mechones sueltos que acariciaban su rostro. El maquillaje fue sencillo, pero preciso, resaltando sus ojos verdes, esos que siempre hablaron por ella, incluso en silencio.
Cuando se miró al espejo, le temblaron los labios. No pudo evitar que se le empañaran los ojos. Allí estaba de nuevo la mujer que había posado para portadas de revistas, la que cenaba con diplomáticos, que negociaba con firmeza desde la cabecera de una mesa, que llenaba una sala con su sola presencia. Era ella. Siempre lo había sido, solo que el mundo lo había olvidado y ella también. Abajo el sonido del cristal chocando, las risas y el murmullo de los primeros invitados la sacó de su trance.
Era el momento. Tomó el pequeño bolso que Elena también le había prestado. Respiró profundamente y abrió la puerta. Cada paso por aquella escalera de servicio tenía intención. Su caminar no era el de una criada nerviosa intentando pasar desapercibida. Era el andar pausado de una mujer que volvía a ocupar su lugar. Desde lo alto de la escalera observó el salón principal. Todo era luz y lujo. Cientos de velas colgaban como estrellas de los techos. La élite política, empresarial y cultural de la ciudad ya se mezclaba entre copas de champán y conversaciones sin alma.
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