Elena vivía en una casita modesta en el centro de la ciudad, pero sus manos eran auténtico arte. Había diseñado algunos de los vestidos más icónicos de la alta sociedad, incluidos varios, que Valentina había llevado en sus mejores años. “¡Mamá mía!”, exclamó Elena al abrir la puerta y ver a Valentina frente a ella. “Bambina, ¿dónde te habías metido? Te he buscado tanto. Se abrazaron y en el calor de esa pequeña sala ambas lloraron en silencio, reconociendo el dolor y la alegría del reencuentro.
Elena, ya en sus 70 conservaba en sus ojos el mismo fuego de cuando era la modista de confianza de las mujeres más influyente. “Necesito tu ayuda”, dijo Valentina sin rodeos. le contó la situación evitando los detalles más duros, pero dejando claro que se trataba de una ocasión especial. Elena alzó la mano interrumpiéndola. No digas más. Eres una Rosy y la Rossi no pisan una fiesta sin estar deslumbrantes. La condujo a una habitación trasera donde guardaba sus creaciones más preciadas.
Allí, protegido del polvo y del tiempo, colgaba un vestido que cortó la respiración de Valentina. Era de seda italiana en un rojo profundo. El escote era elegante, no ostentoso. Las mangas largas, de encaje fino, terminaban en una falda que se abría con una cola ligera. Bordado a mano con hilos dorados, parecía una pintura hecha vestido. Lo hice hace dos años para una clienta que nunca vino a recogerlo”, explicó Elena, sus ojos brillando de emoción. Siempre supe que estaba esperando a la persona adecuada.
Cuando Valentina se lo probó, fue como si el vestido hubiera sido creado para ella. Se ajustaba a su cuerpo con la precisión de un secreto bien guardado. Era perfecto. Ni demasiado llamativo ni demasiado discreto. Una declaración de elegancia que no necesitaba palabras. No puedo aceptarlo, Elena susurró. Este vestido vale una fortuna, bambina. No se trata de dinero”, dijo Elena con firmeza mientras ajustaba los hombros del vestido. “Este vestido está hecho para momentos como este, para recordar al mundo quién eres.
No es un regalo, es justicia.” Insistió también en prestarle un conjunto de joyas heredadas de su abuela, un collar de perlas naturales con broche de diamantes, pendientes que brillaban con suavidad y una pulsera sencilla, pero distinguida, que cerraba el conjunto con discreción. “Mañana por la noche, cuando entres en esa fiesta, quiero que recuerdes algo.” dijo Elena, tomando las manos de Valentina entre las suyas. “La clase no se compra. La elegancia no se aprende y la dignidad bambina.
La dignidad nadie te la puede quitar. Naciste con ella, solo la habías dejado dormida por un tiempo. Valentina salió de casa de Elena con el vestido cuidadosamente guardado en su funda y las joyas envueltas con mimo, pero sobre todo salió con algo que no había sentido en años. Seguridad. Caminó por las calles con paso firme y al pasar frente al escaparate de una tienda se detuvo. Lo que vio reflejado no fue a una simple empleada doméstica, era ella, Valentina Rossi, la mujer que una vez fue el centro de todas las miradas.
El jueves estalló en la mansión Belmont como una tormenta de preparativos. decoradores, floristas, camareros, músicos, todos iban y venían sin descanso, ultimando cada detalle para lo que prometía ser el evento del año. Valentina participó en la organización durante el día, pero su mente estaba lejos, anticipando un momento mucho más importante. A las 5 en punto terminó su jornada. subió a su pequeña habitación en la guardilla, humilde, funcional, sin lujos, y se encerró allí como una mariposa a punto de salir del capullo.
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