“Se casó con alguien de esta familia bajo falsas promesas. Falsificó documentos para acceder a propiedades y usó la intimidación para silenciar a cualquiera que lo cuestionara. Guardé copias de todo.”
Se me revolvió el estómago.
Detrás de la carta había archivos adjuntos: fajos ordenados, bien sujetos con clips como si mi tía hubiera esperado toda la vida para escribir esto.
Expedientes judiciales. Registros de cambio de nombre. Transferencias bancarias. Una declaración firmada por un investigador privado.
El tipo de prueba a la que no le importa cuánto la nieguen.
Mi padre se puso de pie de golpe.
¡Alto! ¡Estaba paranoica! ¡Esto es mentira!”
La voz del abogado lo atravesó como una puerta de acero al cerrarse.
“Señor, siéntese. Los documentos están verificados.”
El rostro de mi padre se contrajo: la rabia, el pánico y la humillación luchaban por controlarse.
Entonces llegué a la siguiente línea y se me hizo un nudo en la garganta.
“Lo peor no es lo que robó. Es lo que enterró.”
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