Mi padrastro quemó mi carta de admisión a la universidad. La odié durante 15 años… hasta que, al ver lo que me quedaba, rompí a llorar.
Pedí un traslado en el trabajo y regresé a Guadalajara , al lugar donde mi dolor y los recuerdos de mi infancia quedaron marcados. La casa de mi madre está en una calle pequeña: el techo musgoso, las paredes descascarilladas. Mi madre estaba mayor y débil, así que decidí quedarme con ella y cuidarla en sus últimos años.
Todas las mañanas me levantaba temprano para barrer el jardín, la tarea que hacía mi padrastro y que ahora extraña desde su muerte. A veces, mientras barría, imaginaba que seguía allí, trabajando en silencio, sin quejarse.
La imagen de aquel día en quemó mi aviso me persiguió durante quince años; Fue mi mayor tormento. Pero con el tiempo la herida se convirtió en una luz guía: ningún niño debería ver truncado su sueño por la pobreza.
Empecé con poco: dar clases gratuitas a los niños del vecindario — hijos de obreros, de albañiles, y de familias humildes. Por las noches, la sala antigua de mi madre se transformaba en un aula. Cuando entendían un problema de matemáticas o resolvían una fracción con soltura, sus ojos brillaban y yo no podía contener las lágrimas.
Con los ahorros de mi trabajo anterior en la Ciudad de México, puse un pequeño fondo que llamé «Fondo Becas Satyam» (Satyam es mi nombre). Ese fondo ayudaba a pagar las colegiaturas de estudiantes pobres que soñaban con entrar a la universidad.
Al principio sólo puedo apoyar a unos cuantos. Pero un año después el fondo se expandió por toda Guadalajara y por municipios cercanos en el estado. Muchos chicos aprueban exámenes de ingreso para ingeniería, medicina y formación docente. El día que recibí las primeras cartas temblorosas de agradecimiento, grabé la libreta que mi padrastro había escrito en silencio — ese diario donde él llamaba al chico «el que jamás me llamó papá».
Lloré desconsolada y susurré:
— Papá, esto lo hago por ti. Para que nadie más pierda su sueño por culpa de que alguien no pudo decir lo que sentía.
En los últimos días de la vida de mi madre, la cuidé con todo mi corazón. Solía sentarse en el porche a ver a los niños correr en el parque y sonreír, diciendo:
“Si estuviera vivo y te viera ahora, estaría tan satisfecho…”
Lo creo. Mi padrastro no dejó riqueza ni honor en mi vida; dejó una marca, una herida. Pero con el tiempo, esa cicatriz se convirtió en un faro.
Tras quince años de resentimiento, pensé que mi vida estaba hecha pedazos. Al final comprendí que este dolor me enseñó el significado del sacrificio: a veces el amor es torpe, seco y solo se percibe en renuncias silenciosas. Hoy, cuando veo a un chico con su carta de admisión, vuelvo a ser la joven de 18 años; pero esta vez mis lágrimas no son amargas, sino de orgullo.
Y sé, con todo mi ser, que mi padrastro, a su manera, siempre me observaba y sonreía en silencio. Así que ahora, cuando lo llamo con la palabra más íntima, lo llamo con cariño: papá.