
A la mañana siguiente, revisé la cocina. La botella había desaparecido. Me temblaban las manos al llamar a mi abogado y al banco. En cuestión de horas, aseguré mis cuentas, cambié las cerraduras y me preparé para irme.
Cuando lo confronté esa noche, intentó mantener la calma. “Solo quería ayudarte a relajarte”, dijo con dulzura.
Lo miré fijamente. “Querías controlarme”.
No dijo nada. El silencio fue su confesión.
Esa noche le dije que se fuera. Hizo la maleta, no dijo nada más y salió sin mirar atrás.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de noches de insomnio y manos temblorosas. Solicité la anulación y presenté el informe clínico a la policía. Lo confirmaron todo. Eric desapareció poco después: sin rastro, sin nota, sin disculpa.
Durante meses, viví como un fantasma. No podía confiar en mi reflejo, ni en mis pensamientos, ni en mis recuerdos. Cada noche, me obligaba a caminar por la playa y respirar. Una y otra vez, susurraba una frase: «Ya estás despierto. Mantente despierto».
Poco a poco, el miedo empezó a desvanecerse. Vendí mi antigua casa y me mudé a una pequeña cabaña en la costa. Empecé un círculo de yoga para mujeres de mi edad, no para sentirme joven de nuevo, sino para aprender a mantener la cabeza en alto. Hablamos, reímos, nos estiramos, sanamos.
Ahora, a los sesenta y tres, por fin me siento yo misma de nuevo. Cada noche, preparo mi propia infusión con miel y manzanilla, nada más. Levanto la taza hacia la ventana, donde el mar brilla bajo la luz de la luna, y le susurro a mi reflejo:
“A la mujer que dejó de dormir a través de su propia vida”.
Y por primera vez en años, bebo en paz, no para olvidar, sino para recordar quién soy.