Helen dejó caer la llave en el bolsillo de su abrigo. El corazón le latía con fuerza, con un ritmo extraño, una mezcla de miedo y confusión. Lucas nunca había alzado la voz, nunca había mostrado ese tipo de miedo. Algo grave estaba sucediendo, y lo sentía, como un temblor en las costillas.
Apenas habían recorrido la mitad del camino de entrada cuando su teléfono empezó a vibrar sin parar. Primero su hija mayor, Anna. Luego su hijo menor, David. Llamada tras llamada, una sucesión frenética.
"No contestes, abuela", dijo Lucas, casi suplicando. "Ahora no".
Helen se detuvo. Algo se le heló en la sangre.
"Lucas, dime la verdad", dijo, con un tono entre miedo y exigencia. "¿Qué pasa?"
Él negó con la cabeza, con los ojos llenos de un miedo demasiado maduro para sus quince años.
"Si hubieras arrancado ese coche, no estaríamos aquí hablando", respondió finalmente.
Y en ese instante, el viento frío azotó el garaje vacío tras ellos, como confirmando que algo terriblemente real casi había sucedido.
La verdad aún no se había dicho, pero Helen ya la sentía con una claridad desgarradora. Algo, alguien, había querido que no llegara viva al funeral de su marido.
Mientras caminaban por la calle, Helen intentaba seguir el ritmo de Lucas, quien se movía con una mezcla de urgencia y miedo contenido. El aire frío de la mañana le quemaba los pulmones, pero lo que realmente la asfixiaba era la pregunta que rondaba su mente: ¿Quién querría hacerme daño? ¿Y por qué hoy?
Cuando llegaron a una pequeña plaza a pocas cuadras de su casa, Lucas finalmente se detuvo. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los seguía y luego habló en voz baja:
"Abuela... Encontré algo en el garaje esta mañana. Algo que no debería estar
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