¿Pensabas que iba a permitir que siguieran maltratando a mi nieta? Ismael se acercó a Marta con dulzura. Hola, pequeña. Soy Ismael, amigo de A, tu abuela. ¿Puedes decirme qué sientes cuando estás en casa con tu papá y Silvia? Marta levantó la vista, con el rostro lleno de lágrimas. Tengo miedo. Siempre tengo miedo de hacer algo mal y que me griten. ¿Y aquí con tu abuela, cómo te sientes? Claro.
No tengo que limpiar y nadie me grita. Ismael tomaba nota mental de cada palabra. Cada respuesta de Marta era una prueba más para nuestro caso. —¡Esto es manipulación! —gritó Silvia—. Le están metiendo ideas en la cabeza, señora —dijo Ismael con firmeza—. Le sugiero que baje la voz delante de la menor. Todo lo que dice puede usarse en el proceso legal.
Ricardo por fin pareció comprender la gravedad de la situación. Se dejó caer pesadamente en el sofá con las manos en la cabeza. «Mamá, esto se está saliendo de control. Solo queríamos que Marta fuera más responsable». «Responsable. Ricardo tiene seis años. Su única responsabilidad debería ser ser feliz. Los otros niños, los otros niños no son tus hijos». Lo interrumpí. «Marta, sí».
Y la abandonaste para complacer a una mujer que la odia. Silvia se volvió como una fiera. No odio a nadie, solo quería que aprendiera disciplina. Disciplina es decirle que su madre murió porque no soportaba tener una hija tonta. Ismael arqueó las cejas; incluso para un abogado experimentado, aquella revelación era impactante. —¿Le dijiste eso a la chica? —preguntó, dirigiéndose a mí. —Tengo la grabación —confirmé.
Eso constituye un grave abuso psicológico —dijo Ismael—. Es motivo suficiente para solicitar medidas de protección inmediatas. Ricardo se levantó bruscamente. —Ya basta, Marta, nos vamos a casa ahora mismo. Al acercarse, Marta gritó aterrorizada. —No, no quiero irme, abuela. No me dejes ir.
Su pánico era tan real, tan desgarrador, que incluso Ricardo se detuvo en seco. «Señor», intervino Ismael. «Como puede ver, la menor presenta claros signos de estrés postraumático. Obligarla a regresar a un entorno que percibe como amenazante sería contraproducente. Es mi hija, soy su abuela y, hasta ahora, soy la única que la ha protegido».
Silvia, desesperada por recuperar el control, jugó su peor carta. Ricardo, si no traes a Marta a casa, me llevo a mis hijos y te dejo en paz. ¿Es eso lo que quieres? ¿Perder a toda tu familia por culpa de esta muchacha descarriada? El silencio que siguió fue terrible. Todos esperábamos la respuesta de Ricardo.
En ese momento se definiría quién era realmente como padre y como hombre. Ricardo miró a Marta, que seguía temblando detrás de mí. Luego miró a Silvia, que lo esperaba con los brazos cruzados y una expresión desafiante. «Silvia, Marta no es caprichosa, es mi hija. Y si no puedes aceptarla como parte de la familia, entonces quizá, quizá, ¿qué?», lo retó Silvia. «Quizá el problema no sea Marta».
Quizás el problema seas tú. Por primera vez en años vislumbré al hombre que ella había criado, pero Silvia no iba a rendirse tan fácilmente. Perfecto. Mañana empaco mis cosas y me voy con mis hijos. Y cuando te quedes solo, sin hogar y sin familia, recordarás este momento. ¿Sin hogar?, preguntó Ricardo, confundido.
Ismael sonrió satisfecho. Ah, no le habían dicho nada. El banco ya ha iniciado el proceso de recuperación de la propiedad. Tienen 28 días para el desalojo. El rostro de Silvia se descompuso por completo. Sus planes para chantajear a Ricardo se desmoronaron al darse cuenta de que ella también perdería la casa.
Eso, eso no puede ser legal. Balbuceos. Es completamente legal, confirmó Ismael. La señora Julieta era la titular del financiamiento. Él tenía derecho a cancelarlo cuando quisiera. Ricardo se volvió hacia mí con una mezcla de respeto y terror. Mamá, arruinaste mi vida. No, hijo, arruinaste tu vida cuando decidiste maltratar a tu propia hija.
Dejé de ser cómplice. Los días siguientes fueron un torbellino de revelaciones y consecuencias. Ricardo y Silvia habían regresado a la casa durante el proceso de recuperación bancaria, pero el ambiente se había vuelto tóxico. Sin el poder que le daba maltratar a Marta, Silvia dirigió toda su furia hacia Ricardo.
“Por tu culpa, lo perdimos todo”, le gritaba día y noche por no saber controlar a su madre y a esa mocosa. Los vecinos empezaron a murmurar. Doña Celia, que vivía al lado, vino a verme con una noticia que me heló la sangre. Juliet, tengo que contarte algo. Durante meses oí gritos y llantos, pero pensé que eran rabietas normales de niños.
¿Qué clase de gritos, Celia? Una vocecita que decía: «No puedo, es demasiado fuerte». Ay, perdón, perdón, no lo volveré a hacer. Ahora que sé lo que pasaba, me siento fatal por no haber intervenido. ¿Oíste algo más? Sí. Hace un mes oí a Silvia gritarle a alguien: «Tu madre murió porque Dios se cansó de verte tan inútil».
Pensaba que hablaba por teléfono, pero ahora entiendo que se lo decía a Marta. Cada testimonio fue un golpe más en el corazón, pero también una prueba crucial para el caso. Mientras tanto, Marta florecía en mi apartamento. En tan solo una semana, su transformación fue asombrosa. Sonreía más, jugaba sin miedo y, por primera vez en mucho tiempo, se comportaba como la niña de seis años que era.
Abuela, ¿puedo ayudarte a cocinar?, me preguntó una tarde. Claro, mi amor, pero porque quieres, no porque tengas que hacerlo. ¿Qué diferencia hay? Esa pregunta me partió el alma. Una niña de seis años no debería saber la diferencia entre querer ayudar y ser obligada a trabajar. La diferencia es que cuando uno quiere hacer algo, se divierte.
Cuando te obligan, tienes miedo. Ah, entonces quiero ayudarte porque disfruto estar contigo. El proceso legal avanzaba rápidamente. Ismael había solicitado medidas cautelares para que Marta permaneciera bajo mi cuidado mientras se resolvía la custodia definitiva.
El juez, tras revisar las grabaciones y los testimonios, accedió provisionalmente. Ricardo intentó una última maniobra desesperada. Llegó a mi apartamento una noche, con los ojos rojos de tanto llorar. «Mamá, Silvia se fue, se llevó a sus hijos y me dejó sola. Estoy sola en esta casa vacía, esperando a que llegue el día del desahucio. Lo siento, Ricardo, pero las decisiones tienen consecuencias. Admito que me equivoqué».
Reconozco que Silvia manipuló la situación y que fui un cobarde. Pero Marta es mi hija. Déjame arreglar las cosas. ¿Cómo piensas reparar tres años de maltrato psicológico? Con tiempo, con paciencia, con amor. Puedo cambiar, mamá. Puedo ser el padre que Marta se merece. Miré a mi hijo, al hombre que crié con tanto amor, y vi tanto al niño que fue como al fracaso en el que se había convertido.
Ricardo, ¿sabes cuál fue tu mayor error? ¿Cuál? No fue permitir que Silvia maltratara a Marta, sino participar activamente en ese maltrato. Fue convertirte en su cómplice. Pero yo nunca le grité que limpiara el baño. Tú la llamaste inútil. Le permitiste usar el dinero de su cumpleaños para comer. No culpes solo a Silvia.
Un silencio se instaló entre nosotros. Por primera vez, Ricardo pareció comprender la magnitud de sus errores. —¿Hay alguna posibilidad de que me perdones? —preguntó finalmente. El perdón es algo entre tú y tu conciencia, Ricardo. Pero la custodia de Marta es algo entre el juez y las pruebas. Al día siguiente, sucedió algo inesperado.
Ricardo publicó un video en sus redes sociales, un video que cambiaría el curso de los acontecimientos. «Me llamo Ricardo Martínez y necesito confesar algo que me está matando por dentro», comenzaba el video. «Durante los últimos tres años permití que mi esposa maltratara a mi hija de seis años».
No solo lo permití, sino que participé en ese maltrato. Mi teléfono empezó a sonar inmediatamente. Eran amigos, vecinos, conocidos que habían visto el video. No hay excusas para lo que hice —continuó Ricardo en la grabación—. Mi hija Marta se convirtió en empleada doméstica en su propia casa. La obligaban a limpiar, cocinar y servir a otros niños mientras la insultaban y humillaban.
Las lágrimas corrían por su rostro mientras hablaba. Mi madre, Juliet, intentó proteger a Martha y yo la traté como si fuera una entrometida. Ahora entiendo que era la única adulta responsable en toda esta situación. El video se viralizó en cuestión de horas.
Los comentarios fueron devastadores para Ricardo, pero también demostraron un gran apoyo para Marta y para mí. ¡Qué horror! ¿Cómo es posible que una niña sufra este tipo de maltrato? La abuela es una heroína por salvar a su nieta. Ese hombre no merece ser padre. Gracias a Dios que la niña tiene una abuela que la protege. Pero también llegaron comentarios más preocupantes. Personas que habían reconocido nuestra dirección y querían ayudar de forma no solicitada.
Ismael me recomendó cambiar temporalmente de domicilio por seguridad. El video de Ricardo fue valiente, pero también peligroso, me explicó. Ahora son figuras públicas. Necesitan protección. Esa misma tarde, mientras empacaba algunas cosas para mudarme temporalmente a un hotel, Marta me hizo una pregunta que me dejó sin palabras. «Abuela, claro que te quiere, mi amor».
Se confundió mucho y tomó decisiones muy malas. Por eso hizo el video para decirme que me ama. Creo que sí, Marta. Creo que por fin se dio cuenta de sus errores. Eso significa que voy a tener que volver con él. La pregunta que tanto temía finalmente llegó y no tuve una respuesta fácil. No sé, mi amor.
Eso lo decidirá un juez que sabe mucho sobre lo que es mejor para los niños. Y si el juez dice que tengo que volver, entonces volverás, pero siempre velaré por ti. Nunca más estarás solo. Marta me abrazó fuerte y en ese abrazo sentí todo el peso de la responsabilidad que había asumido.
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