Marina los condujo por la salida de servicio. No se detuvo ni un segundo. Solo podía oír una puerta abriéndose a sus espaldas, sus pasos cada vez más pesados, el aire denso.
Los chicos corrieron con ella, pero cada paso era una lucha. Estaban acostumbrados al miedo, no a escapar.
Habían vivido con miedo durante tanto tiempo que la libertad les parecía imposible.
Un estrecho pasillo los condujo a la escalera trasera. Marina empujó la puerta. El aire frío le golpeó el rostro. Podía oír su respiración: corta, entrecortada, infantil.
Pero apenas habían dado unos pasos por el oscuro patio cuando una voz resonó a sus espaldas. Baja, segura, como una sentencia de muerte.
—Marina.
Se quedó paralizada.
Durante seis años, había soñado con oír ese nombre en sus labios, con saber dónde estaban sus hijos. Durante seis años, había suplicado, implorado al destino que le devolviera una mínima esperanza.
Ahora lamentaba haber deseado volver a oír su voz.
Él entró en la luz de la linterna. Su rostro permaneció inmutable. Solo sus ojos se oscurecieron, se volvieron más profundos, como un pozo.
—Los encontraste —dijo—. Entonces es hora de llevarte a ti también
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