Las veladas en los restaurantes de lujo rara vez son tranquilas.

 

Y sonreía.

Esa sonrisa que recordaba. La que una vez había sumido su vida en la oscuridad.

—Mamá —susurró Eli, apenas moviendo los labios—. Dijo que te mataría si nos traías de vuelta.

La palabra «mamá» resonó con más fuerza que un grito. Era un sonido silencioso, asustado, pero vivo, por primera vez en seis años.

Marina se levantó de golpe. La silla se desplomó. El restaurante a su alrededor dejó de existir. La gente, la música, las luces… todo se desvaneció.

Solo ella, sus dos hijos y el hombre que permanecía junto a la puerta, sin prisa por acercarse.

Él observaba.

Como un cazador acecha a su presa.

—Vendrás conmigo —susurró ella.

Marina, agarrando las manos de los chicos, dijo: «Ahora. Rápido. No miren atrás».

Pero los chicos ya temblaban. Apenas podían sostenerse. Estar cerca de ella significaba provocar la ira de quien los había mantenido atemorizados durante toda su vida.

«Por favor», susurró Leo, «no nos soltará».

«Ya…» La voz de Marina se quebró, «ya no tiene poder sobre ustedes».

Pero se equivocaba.

Aún no sabía cuán profundamente ese hombre había penetrado en su conciencia. Cuán profundamente había roto sus corazones infantiles.

4. La carrera imposible de ganar

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