La Sombra de Dos Vidas

En las semanas siguientes, la vida en el penthouse de Torre Mayor cambió por completo.

Alejandro cumplió su promesa. Reestructuró su horario, utilizando la tecnología para trabajar desde casa tanto como fuera posible. Acompañó a Elena a llevar a Mateo a la clínica privada para las pruebas y se sentó con ella en la sala de espera. En esos momentos de tensión, no había distinción entre jefe y empleada; solo dos adultos esperando noticias de un niño.

Los resultados de las pruebas llegaron una semana después—y fueron buenas noticias. Mateo no tenía el raro trastorno metabólico. Solo necesitaba tiempo, contacto piel con piel y un régimen nutricional cuidadosamente ajustado. El peso se había levantado, pero la lección permaneció.

Alejandro aprendió a cambiar pañales, a mantener a Lucas erguido después de alimentarlo para evitar el reflujo y, lo más importante, aprendió el lenguaje de los llantos.

Elena, más descansada, regresó a su profesionalismo, pero había un sutil cambio en su relación. Ya no era una autómata insensible. Era una compañera, una consejera.

Una noche, mientras Alejandro luchaba con Lucas, quien se había despertado por un cólico, Elena entró. No dijo nada. Suavemente tomó a Lucas de sus brazos, lo envolvió en una manta cálida y comenzó a cantar.

Esta vez, Alejandro reconoció la canción: era la misma nana de Oaxaca.

“Es la canción de mi abuela,” explicó Elena después de que Lucas se durmiera. “Ella decía que los bebés pequeños necesitan escuchar el sonido del viento de las montañas y la lluvia. Es el sonido de la tierra. De la tierra.”

Alejandro asintió, su riqueza y éxito de repente se sintieron insignificantes ante este conocimiento ancestral y terrenal.

“¿Planea volver a Oaxaca?” preguntó Alejandro. “¿Después de que Isabella regrese?”

Elena lo miró, un destello de tristeza. “No estoy segura, señor. La vida en CDMX me permite mantener a mi familia. En la clínica comunitaria, tenía que trabajar tres turnos por una décima parte del salario de aquí.”

“Entiendo,” dijo Alejandro. No quería que se fuera. No solo por los niños, sino porque su presencia lo había obligado a enfrentar la realidad y encontrar la humanidad dentro de sí mismo.

Capítulo VII: Renacimiento

 

 

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