Don Ernesto levantó lentamente las manos, palmas abiertas.
—Por favor… yo no entiendo —dijo con un hilo de voz—. Miren… mírenlo. No está haciendo nada malo.
El Pastor Alemán lo miró de reojo, como para confirmar que el hombre seguía ahí. Luego volvió a clavar los ojos en la línea de armas. Era un escudo vivo.
Valeria tragó saliva y bajó un poco el arma. Sus ojos, sin querer, se posaron en el arnés del perro. En la parte inferior, donde el material rozaba la piel, asomaba un borde de cicatriz.
Don Ernesto, como guiado por algo que venía de muy lejos, estiró la mano y levantó con cuidado el arnés. Tocó la marca con la yema de los dedos.
Se quedó pálido.
—No… —susurró—. Esa cicatriz…
Mateo frunció el ceño.
—¿La conoce?
Don Ernesto respiró como si le faltara el aire. Sus manos empezaron a temblar.
—Yo tuve un compañero… hace años. En el ejército. No era de la policía. Era… era de nosotros. Un Pastor Alemán. Lo llamábamos Sombra.
Valeria parpadeó, tensa.
—Ese perro se llama Delta, señor.
—Delta era su nombre de radio —respondió Don Ernesto, y se le quebró la voz—. Pero cuando estábamos solos, cuando… cuando las cosas se ponían feas… yo le decía Sombra. Porque siempre estaba conmigo.
El silencio se volvió pesado. Hasta el mar parecía escuchar.
Don Ernesto apretó los ojos, y el muelle desapareció por un momento.
Volvió a verse en la sierra, años atrás, en una operación nocturna contra una célula armada. La tierra olía a pólvora y a pino. Los disparos sonaban como latigazos. Y él, Ernesto, joven todavía, avanzaba con su unidad mientras el perro le marcaba rutas, le leía el miedo en el aire, le salvaba la vida sin pedir permiso.
Luego, el estallido. Un artefacto improvisado. Luz blanca. El mundo volando en pedazos. Gritos. Tierra en la boca. Y la última imagen: el cuerpo del perro lanzándose hacia él, empujándolo fuera de la línea del impacto.
Cuando despertó en el hospital, le dijeron que el perro no lo había logrado. Que “lo sintieron mucho”. Que era “un héroe”. Y él lloró como no había llorado nunca, con un dolor que no sabía dónde guardar.
En el muelle, Don Ernesto abrió los ojos, húmedos.
—Me dijeron que murió —dijo, apenas—. Yo lo enterré en mi cabeza durante años. Pero esa marca… esa marca se la hizo el mismo día que… que se llevó a mi gente.
Valeria se quedó inmóvil. Tenía la piel erizada. Ella conocía el expediente de Delta: “rescate posterior a explosión; transferencia; entrenamiento; servicio activo”. Lo había leído como se leen los papeles, sin imaginar que el papel respiraba.
Mateo sacó su radio con cuidado.
—Comandanta… en el expediente de Delta aparece una lesión por explosión, registrada hace… —miró— doce años. Antes de entrar al programa municipal.
Valeria levantó la mirada, lenta.
—¿Doce años…? —repitió.
Don Ernesto miró al perro como si lo estuviera viendo por primera vez y por última.
—Sombra… —susurró, y la palabra se le quebró—. ¿Eres tú?
El Pastor Alemán relajó la postura, como si el peligro real se hubiera movido del entorno al corazón. Dio un paso, pegó el pecho al de Don Ernesto y, con una delicadeza imposible en un animal entrenado para derribar hombres, le puso una pata sobre la rodilla.
Un gesto específico. Demasiado específico.
Don Ernesto se llevó una mano a la boca.
—Yo… yo le enseñé eso —dijo llorando—. Cuando me daban ataques, cuando no podía respirar… él me ponía la pata así. Para traerme de vuelta. Para decirme “aquí estoy”.
A varios agentes se les humedecieron los ojos sin permiso.
Valeria bajó el arma por completo. Su rostro, antes duro, se quebró en humanidad.
—Alto —ordenó en voz baja—. Todos… bajen las armas.
Los policías dudaron un instante, porque el entrenamiento es una cadena difícil de romper. Pero la escena frente a ellos rompía cualquier manual: un perro de intervención protegiendo a un anciano como si le debiera la vida.
Mateo fue el primero en obedecer. Luego otro. Y otro. Hasta que el muelle dejó de parecer una trampa y empezó a parecer… un reencuentro.
Valeria dio dos pasos hacia Don Ernesto, ya sin amenaza, sólo con preguntas.
—Señor Salgado… ¿usted puede probar que estuvo en esa operación? ¿Tiene algún documento? ¿Un número de unidad?
Don Ernesto asintió con un temblor.
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