Linh apretó los labios; las lágrimas le asomaron a los ojos. No dijo ni una palabra, sólo tiró más de la manta para cubrirse. Su silencio me desgarró por dentro.
En un momento de impulso, entre curiosidad y desesperación, levanté la manta. Pero lo que vi me dejó helado:
El cuerpo de Linh estaba cubierto de cicatrices. Algunas largas, otras cortas, marcaban su espalda, sus brazos, sus piernas. Me quedé paralizado, con el corazón apretado, mientras ella cerraba los ojos y lloraba en silencio, como si esperara una condena.
Solté la manta de inmediato y me arrodillé ante ella, con la voz quebrada:
—¡Linh… perdóname! ¡He sido un tonto, lo siento tanto!
Ella abrió los ojos, sorprendida por mi reacción. Tomé sus manos delgadas y temblorosas y susurré:
—¿Qué te pasó, amor? ¿Por qué no me lo dijiste?