Samantha Reed llevaba casi seis años trabajando como niñera en Los Ángeles, pero nada la había preparado para lo que vio en la casa de los Adams. Cuando aceptó el trabajo por primera vez, todo parecía perfecto: la elegante casa, los amables padres y, lo más importante, el alegre niño de nueve meses, Oliver. Su madre, Emily, trabajaba muchas horas como agente inmobiliaria, mientras que su padre, Daniel, era un ingeniero de software que trabajaba principalmente desde casa.
Las primeras semanas transcurrieron sin problemas. Samantha adoraba a Oliver: sus risitas llenaban la silenciosa casa y tenía el temperamento más tranquilo que jamás había visto en un bebé. Pero entonces, empezó a notar cosas que no cuadraban. Cada vez que le cambiaba el pañal, aparecían tenues marcas rojas en sus muslos. Al principio, supuso que era una erupción o tal vez que el pañal estaba demasiado apretado. Pero las marcas no parecían una irritación; tenían una forma extraña, casi como huellas dactilares.
Se lo mencionó con delicadeza a Emily una tarde. Emily pareció genuinamente perpleja, incluso preocupada, y prometió consultarlo con el pediatra. Pero la semana siguiente, Samantha notó lo mismo: nuevas marcas, en lugares diferentes. El patrón era demasiado extraño como para ignorarlo.
Luego estaban los sonidos. Mientras Oliver dormía la siesta, a menudo oía pasos en el piso de arriba, aunque Daniel afirmaba estar trabajando en su oficina del sótano. Una vez, fue a ver cómo estaba Oliver y oyó el leve clic de una puerta cerrándose… desde dentro de la guardería.
Su inquietud se convirtió en pavor. Una mañana, después de encontrar otra marca (esta vez un pequeño moratón), tomó una decisión. Compró una cámara diminuta por internet, disfrazada de ambientador, y la colocó en un rincón de la guardería.
Durante dos días, no pasó nada inusual. Luego, la tercera tarde, mientras Oliver dormía la siesta, revisó la grabación en su teléfono. Sus manos empezaron a temblar mientras pulsaba play.
Los primeros minutos no mostraron más que un bebé durmiendo. Entonces, la puerta se abrió con un crujido… lenta y silenciosamente. Una figura entró. Samantha se quedó helada. No era Emily. Tampoco era Daniel. Era alguien completamente diferente, alguien a quien no había visto nunca.
La figura era una mujer, quizás de unos cincuenta y tantos años, que llevaba un vestido de flores desvaído. Sus movimientos eran deliberados, casi tiernos, mientras se inclinaba para tocar la cara de Oliver. Entonces, para horror de Samantha, la mujer desabrochó el mameluco del bebé y presionó algo frío y metálico contra su piel. Oliver gimoteó suavemente, pero no lloró.
El primer instinto de Samantha fue volver corriendo a la casa, pero se obligó a seguir mirando. La mujer se movía por la habitación como si la conociera íntimamente. Cogió el chupete de Oliver, lo olió y sonrió levemente, como alguien saboreando un recuerdo. Luego susurró algo que el micrófono de la cámara apenas captó: “Te pareces igualito a él”.
Esa noche, Samantha no durmió. Su mente repasaba todas las posibilidades: una vecina con llave, un pariente que no conocía, una intrusa delirante. Pero a la mañana siguiente, Daniel mencionó casualmente que trabajaría hasta tarde y que Emily estaría en una visita inmobiliaria hasta la medianoche. La coincidencia le pareció… extraña.
Decidió enfrentarlos, pero no sin antes instalar dos cámaras más: una en el pasillo y otra apuntando a la puerta principal.
La tarde siguiente, cuando revisó la nueva grabación, la verdad se volvió aún más extraña. La misteriosa mujer apareció de nuevo, pero no entró por la puerta principal ni por el pasillo. Salió del sótano.
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