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La curiosidad de Julia creció. Empezó a poner a prueba a Luna discretamente, blandiendo juguetes coloridos y agitando la mano frente a su cara. Para su asombro, Luna imitó el movimiento.
Una tarde, Luna susurró: «Me gusta el amarillo». Julia se quedó paralizada. Amarillo. Los niños ciegos no reconocen los colores.
Más tarde esa noche, Julia se acercó a Richard con delicadeza:
—Señor Wakefield… no creo que Luna sea completamente ciega.
Richard la miró fijamente, dividido entre la incredulidad y el agotamiento.
“¿Te das cuenta de cuántos expertos he consultado? ¿Los mejores hospitales? Todos coinciden: no puede ver.”
Pero Julia no cedió.
“¿Entonces cómo describió el color de mi bufanda? ¿Por qué entrecierra los ojos al sol? Algo no está bien.”
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Richard quiso restarle importancia con un gesto de la mano, pero la duda empezó a asaltarlo. Creció cuando Julia encontró un pequeño frasco de gotas oftálmicas recetadas en el armario. Luna debía usarlas a diario, supuestamente para «proteger» sus ojos. El instinto de Julia le gritaba que algo andaba mal.
Aún no tenía pruebas, pero la semilla de la sospecha ya estaba sembrada. Y Richard, por primera vez en años, sintió algo peligroso que se agitaba en su interior: la esperanza.
La idea obsesionó a Julia. Esa noche, en su pequeña habitación, buscó el prospecto del medicamento. Lo que descubrió la dejó helada: a largo plazo, el principio activo podría, de hecho, embotar su visión en lugar de mejorarla.
Volvió a ver a Richard, esta vez con copias impresas de artículos médicos.
«Este tratamiento no tiene sentido para el diagnóstico de Luna. Podría perjudicar su desarrollo visual».
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