Tomás se quedó completamente solo en su propia sala.
La tormenta había cesado afuera… pero dentro de él apenas comenzaba.
El llanto de la bebé rompió el silencio.
Tomás, temblando, estiró la mano para tocarla… pero don Ernesto se alejó un paso.
—No. No puedes acercarte. No después de lo que dijiste.
Él lo miró con el alma rota.
—¿Puedo… al menos verla un momento?
El vecino negó despacio.
—Ella tendrá una vida mejor sin ti. Yo la llevaré con su madre. Y tú… tú deberías pensar en quién te convertiste.
Tomás quedó arrodillado, viendo cómo el único ser que podría haberlo salvado era cargado lejos de él.
Justo antes de cerrar la puerta, don Ernesto se giró:
—Ah… casi lo olvido.
Lucía pidió decirte algo.
Tomás levantó la vista, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué… qué dijo?
—“Gracias, porque ahora sé que jamás me quiso. Y eso me hace libre.”
La puerta se cerró.
Y Tomás, completamente solo, sintió por primera vez en su vida… lo que era perderlo todo sin remedio.
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