La esposa, con dolores de parto, llamó a su marido. Él, con una mano abrazando a su amante y con la otra sosteniendo el teléfono, le respondió fríamente: —Si vas a tener una niña, no la quiero criar; solo ocupará espacio en la casa… ¡Vete a vivir con tus padres! —y colgó.

Esa noche, en Guadalajara, el cielo se abrió con una tormenta furiosa. Los truenos retumbaban sobre los tejados mientras Lucía se doblaba de dolor en el pequeño apartamento que compartía con su esposo, Tomás. Con las manos temblorosas, marcó su número.

—Tomás… por favor, ven. Me duele mucho… creo que ya voy a dar a luz.

Del otro lado, su voz fue tan fría como el agua que caía desde el cielo:

—¿Otra vez llamando? Ya te dije: si vas a parir una niña, mejor vete con tu madre. No pienso criar hijas que solo vienen a gastar dinero.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Es tu hija también! —sollozó Lucía.

—Estoy ocupado. Arréglatelas sola —dijo él, antes de colgar.

Lucía se quedó mirando la pantalla apagada, con lágrimas mezcladas con sudor. Agarrándose la panza, salió a la calle empapada y golpeó la puerta del vecino, don Ernesto, quien de inmediato la llevó al Hospital Civil.

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